La ciudadanía despertó. Predominantemente la clase media, pero no sólo ésta. Sabíamos que el INE gozaba de altos niveles de aprobación entre la ciudadanía, lo confirmó la vehemente reacción ante la amenaza de demolerlo. ¿Por qué AMLO tomaría un riesgo así, a sabiendas de esa condición? Podemos especular, pero es quizá mezcla de dos cosas: confió en nuestra desidia, y se expuso porque necesita tripular al árbitro, consciente de que es altamente probable que el resultado de la elección de 2024 sea radicalmente distinto al que le dio a Morena una victoria apabullante en 2018.
El embate contra nuestra democracia no pasó desapercibido en el resto del mundo. El “Plan B” ha merecido primeras planas del New York Times (y un editorial de Anne Applebaum), del Wall Street Journal, un editorial del Financial Times (y columnas prestigiosas ahí mismo), un largo y devastador ensayo de David Frum, editor senior de la influyente revista The Atlantic, y otros. En contraste, el juicio de García Luna pasó casi desapercibido. AMLO debe estar furioso. A pesar de su intencional bajo perfil internacional, él ya pertenece a la misma categoría de célebres autócratas -Erdogan, Bolsonaro, Orban- y ya está claro que el retroceso propuesto atenta contra la gobernabilidad y la prosperidad de México, que no es una isla.
Cientos de miles de mexicanos nos reunimos en forma pacífica el domingo no para insultar o injuriar, no a favor de líderes o partidos, sino para defender a una institución y nuestro derecho a elegir. Muchos recordamos los años de la dictadura de partido, las urnas preñadas, los muertos votando, la participación de más de 100% del padrón en zonas remotas. Sabemos que, aunque perfectible, nuestro sistema hoy garantiza que el acceso al poder transite por las urnas. Queremos que así siga.
Dejemos detrás la inocencia de prescindir de los partidos, son necesarios. PAN y PRI llevan décadas formando y alimentando bases locales y estatales que serán indispensables para hacer campañas y para operar esta elección. Hay muchos ejemplos de excelentes candidatos -Enrique Cárdenas en Puebla, por ejemplo- que sucumbieron por el pobre apoyo local de un partido. Morena ha logrado hacerse de muchos operadores regionales del PRI, pero no de todos, y así como hubo gobernadores priistas que se sumaron al lado ganador en 2018, ahora habrá también liderazgos desilusionados. La oposición enfrentará a un adversario que jugará sucio -ya lo está haciendo- y que tendrá el apoyo de organizaciones criminales. El antídoto será lograr una participación sin precedente en la elección para diluir el voto comprado. Se puede.
¿Qué sigue? Nosotros decidimos. Entendamos la confusión en partidos que, de repente, descubren que quedó atrás nuestra usual apatía. Acostumbraban imponer candidatos para llenar el vergonzoso vacío legado de nuestra desidia. Dejemos claro que ahora nos toca tener voz en la elección de los candidatos de la alianza opositora. Dejemos claro que ejerceremos todo el rigor del voto de castigo contra los partidos que no se sumen a la alianza. Elijamos candidatos no a partir de criterios de militancia, de pureza ideológica, de los decibeles alcanzados al gritar, o de su capacidad para insultar al gobernante. Toca el turno del talento, del liderazgo inteligente, del pragmatismo, de la capacidad para sumar y para convocar a los mejores, de la humildad, de la vocación de servicio, de la honestidad probada. Hay quienes llenan ese perfil. Son pocos. Asegurémonos de que levanten la mano para darnos la posibilidad de sumarnos, de emocionarnos, para que volvamos a creer en nosotros mismos y en nuestras capacidades, para que nos atrevamos a pensar que el país que deseamos para nuestros hijos es posible. Cientos de miles se reunieron este domingo recordándonos que aspirar es bueno y que los sueños son los ladrillos que construirán, palmo a palmo, el futuro de México; no la resignación, el resentimiento o la venganza.
No soltaremos lo que acabamos de encontrar. Esto es sólo el principio. Váyanse acostumbrando.