Segundo domingo de cuaresma

Uno de los grandes objetivos de la fe es ayudarnos a ver y proyectar nuestra vida más allá de los alcances del tiempo. Sin fe los horizontes humanos serán siempre terrenales, temporales y, por tanto, caducos. A través de la fe, abrimos para nuestra vida una esperanza que lo trasciende todo.

Tenemos el ejemplo de Abraham, un hombre que vive bien, tiene sus creencias, una familia establecida, económicamente está acomodado. En resumen: podemos hablar de un hombre con la vida resuelta. Pero siente el llamado de Dios: “Deja tu país, a tu parentela y la casa de tu padre, para ir a la tierra que yo te mostraré”. ¿Bajo qué promesa lo deja todo? “En ti serán bendecidos todos los pueblos de la tierra”. Abraham creyó. Su fe le hizo vencer la tentación de pensar en la vida ya hecha, ya instalado. Abraham se da cuenta que creerle a Dios lo lleva a sobrepasar los intereses temporales, para poder llegar a lo más alto.

Los alcances terrenos nos atan a lo inmediato, nos llevan a poner resistencias para no cambiar, para conformarnos en lo que nos parece de momento cómodo. Mientras la fe, como señala el Papa Francisco, nos desinstala, nos hace entrar en una dinámica que transforma, que aporta, que siempre se replantea tareas nuevas.

La fe nos hace ir más allá de los alcances meramente humanos y nos quita los miedos para poder entrar en los horizontes divinos, como lo ilustra el evangelio de San Mateo. Jesús había dicho a los apóstoles que iba a morir, pero que al tercer día iba a resucitar (cfr. Mt. 16, 21), a lo cual Pedro le dice: “Dios te libre, Señor. De ningún modo te ocurrirá eso” (Mt. 16,22); mostrando, así, la resistencia humana cuando queremos que la fe sea una respuesta sólo a nuestras pretensiones. Por eso, hoy Cristo rompe de tajo con esta debilidad que empezaba a apoderarse de la mente de los apóstoles; de ahí que toma consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, “y los hizo subir a solas con Él a un monte elevado. Ahí se transfiguró en su presencia: su rostro se puso resplandeciente como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la nieve. Dice San Beda que se trataba de “una piadosa permisión, les permitió gozar durante un tiempo muy corto la contemplación de la felicidad que dura para siempre, para hacerles sobrellevar con mayor fortaleza la adversidad” (Comentario sobre San Marcos, 8, 30). Esa probadita de la gloria les hizo ver, en un instante, que el camino de la Cruz no se puede valorar sólo desde la perspectiva humana, pues así resulta algo ingrato e injusto. Pero, el camino de la Cruz, a la luz de Cristo, es sabiduría. Para entenderlo así basta que atendamos cada palabra de Jesús en la Cruz. Es la sabiduría que conduce a la gloria, por eso Cristo salió victorioso. Pues la transfiguración fue una probadita de esa gloria definitiva, que permitió a los apóstoles no quedarse en los alcances solo humanos y que se abrieran a los alcances divinos.

Cuando el ser humano, no se coloca desde la fe por encima de los horizontes humanos, entonces se aferra, como dice Benedicto XVI, en prolongar su vida aquí en la tierra, y quisiera que Dios le ayudará precisamente a eso. Así el tema de la gloria celestial, viene quedando a veces como última alternativa, pues lo que más queremos es la vida presente y que sea sin penas ni dolores (cfr. Benedicto XVI, Salvados en la esperanza, n. 10). Lo cual quiere decir que en el mundo existe una enorme necesidad de entender la vida desde Dios, para darle a la misma una mejor profundidad y significado, pero, también, para aspirar a lo de Dios. Nos hace falta darnos la oportunidad de experimentar esas probaditas de amor y de gloria que Él, a diario, nos ofrece, como la ofreció a los apóstoles.

En esta cuaresma y estas próximas fiestas de pascua, demos espacio para contemplar y entender el misterio de la Cruz. Es muy contundente cada palabra pronunciada por Cristo desde lo alto de la Cruz; desde ahí se proclamó la sabiduría más profunda. Ahí está el secreto de la verdadera gloria, la que no se acaba. Por eso, Cristo es victorioso.

 

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