Mentiras insidiosas. Mentiras viles. Mentiras abyectas. Una avalancha de mentiras. Da la sensación, a raíz de acontecimientos tan contrastantes como la condena por narcotráfico a Genaro García Luna, la aprobación por el Senado del Plan B de la reforma electoral y la manifestación en defensa del INE del fin de semana pasado, que estas semanas hemos escuchado más mentiras que nunca. Que a todas horas y en todos los medios -y en especial en el caldo de cultivo de las redes- no hemos escuchado sino mentiras. Que la mentira se ha convertido en la condición natural de nuestra vida pública.
Acaso la mentira esencial, esa serpiente que se muerde la cola, es que los dos rivales en esta contienda -los pro y los anti-AMLO- se acusan unos a otros de mentir. Las páginas de este diario no serían suficientes para un inventario. Sobresalen la mentira del PAN para deslindarse de García Luna, sustentada a su vez en las mentiras de Calderón; las mentiras que equiparan al Plan B con un golpe de Estado y las que niegan que sea un intento de sabotear al INE; la mentira propagada por el Presidente y repetida por sus seguidores -incluidos numerosos funcionarios públicos- de que la manifestación del domingo tenía como objetivo defender a García Luna; o las mentiras con que se pretende descalificar a la nueva presidenta de la Suprema Corte.
Mentiras tan obscenas, tan obvias, tan malignas que no deja de sorprender -más bien de asustar- que sus responsables no tengan la menor vergüenza en esparcirlas. Los hechos: García Luna trabajó para dos gobiernos panistas que le otorgaron toda su confianza; López Obrador se ha empeñado en desmantelar al INE como una venganza contra sus dirigentes; su reforma, claramente inconstitucional, siguió, aunque nos pese, un camino legal y la Corte puede eliminarla; promotores de la marcha como Calderón estuvieron ligados a García Luna, pero la mayor parte de los ciudadanos solo ejercían su derecho a oponerse al gobierno; y, en fin, la ministra Norma Piña se ha cuidado de no expresar ninguna opinión sobre el Presidente o su proyecto.
Pero los hechos, ya sabemos, poco importan. Cada uno de los implicados dirá que los hechos son otros: los suyos. Porque, en contra de lo que podría parecer, el reino de la posverdad o de las fake news no refleja una época en que la verdad no exista. Por desgracia, no vivimos en una era de relativismo, en la que fuera posible asumir que existen verdades encontradas y podamos respetar, por ello, el punto de vista de los demás. No: vivimos en una era en la que cada bando está totalmente convencido de su verdad; como en el Medioevo, cada actor político -más allá de los hipócritas que los acompañan- cree que no existe sino la suya.
Y, en aras de esa Verdad absoluta -AMLO es el salvador del país; AMLO es el destructor del país-, todo se permite. Y se alienta que, en aras de esa Verdad, se mienta con descaro. Para salvar al país -de AMLO, de los conservadores- se vale cualquier zafiedad. Esta versión de “el fin justifica los medios” es la que provoca tantas contradicciones: ni unos ni otros son capaces de verse o criticarse a sí mismos, aun por hechos que condenan brutalmente en los otros, porque ello significaría darle armas al rival. Nos hallamos ante dos cegueras voluntarias y paralelas. Ni unos ni otros entienden que la mentira socava irremediablemente la libertad.
Aclaro que, si ambos bandos mienten, los efectos de sus mentiras no pueden equipararse. No es lo mismo mentir desde la oposición que desde el poder. AMLO es, sin duda, el mayor responsable de la erosión de nuestro discurso público. Como opositor, peleó para exhibir las mentiras del poder; una vez allí, las esparce a diario en aras de su Verdad. Solo que ahora se trata de una Verdad de Estado, impuesta con todos los instrumentos a su servicio. Quienes buscan oponerse a ella están obligados a no copiar su estrategia. Si queremos defender a la democracia, no debemos sustituir una Verdad con otra Verdad, sino construir un espacio público donde se pueda criticar a los nuestros, escuchar a los otros y, sobre todo, disentir.
@jvolpi