En el libro V de la Política, Aristóteles establece sus célebres formas puras e impuras de gobierno. La monarquía, la aristocracia y la república serían las puras, en las cuales el gobierno de un solo hombre, de una minoría de sabios o de la mayoría está abocado a defender los intereses de todos; por desgracia, cada una de estas contiene en su interior los gérmenes de su corrupción, expresadas en la tiranía, la oligocracia y la democracia. Subrayemos que esta última, a la que ahora entronizamos como ideal, tenía para el filósofo griego una connotación negativa: un gobierno en manos de una mayoría que, sin embargo, solo se preocupa por sí misma.
Debido a la desigualdad natural presente en las sociedades, esa mayoría -continúa Aristóteles- está formada por ciudadanos pobres, los cuales superan en número a los ricos y solo se interesan por sí mismos. Semejante conducta contradice su idea de igualdad y, para corregirla, propone una solución que hoy nos resultaría aberrante: ponderar el voto conforme a las propiedades de cada cual, de modo que el de quienes más tienen pese más. Por fortuna, nuestra idea de democracia ha mutado y ha tomado otros caminos desde entonces, pero su lejana idea de que esta contiene una mancha de impureza -hoy diríamos de corrupción- quizás nos sirva para entender lo que sucede con ella en muchas partes del planeta, incluido México.
En su vertiente meramente electoral -la que ahora prevalece-, la democracia no es sino el gobierno de la mayoría: el candidato, el partido o la coalición más votados obtienen la victoria. Durante mucho tiempo, a este esquema, que no es sino un mecanismo técnico, se le asociaba la idea de que, por pequeña que fuese esa mayoría, sus representantes intentarían usarla en beneficio de la sociedad en su conjunto y no solo de sus miembros, de su grupo, de su partido, de su clase o de sus simpatizantes.
Desde la Antigüedad, sabemos que la democracia también ha sido siempre una ficción útil. Por distintas razones, quienes han tenido el derecho de elegir a sus gobernantes nunca han sido todos los habitantes del lugar: entonces se excluía de manera prominente a las mujeres y los esclavos, pero incluso hoy dejamos fuera a los niños y adolescentes -a quienes, por ejemplo, sí les permitimos manejar desde los 16- y a los extranjeros. Siempre hemos tenido que creer que se gobierna para todos.
En los últimos años, esta ficción necesaria se ha erosionado casi al grado de desaparecer: en sociedades cada vez más divididas y polarizadas, quien gana la mayoría se cree legitimado para gobernar solo para los suyos y para denostar a todos los demás, a quienes ya no se ve como ciudadanos en pie de igualdad, sino como parias o enemigos. Y no me refiero aquí a las rivalidades personales, de grupo o de partido, que siempre han existido -nada más natural que despreciar o satirizar a los políticos del bando contrario-, sino a desdeñar a todos los ciudadanos que no comulgan con quien detenta el poder en cierto momento. Nada hay de extraño en que un líder -llámese Trump, Chávez, Bolsonaro, Díaz Ayuso o López Obrador- se ensañe con otros líderes políticos, pero cuando sus mofas y sus torpedos ya no se dirigen solo a ellos, sino hacia cualquiera que no simpatice con su proyecto, la democracia moderna comienza a parecerse más y más a la impura democracia de Aristóteles.
Y eso es justo lo que ocurre cada vez con mayor frecuencia en México, sin que veamos el grave peligro que entraña: día tras día ya no solo oímos los insultos de AMLO a Calderón y a la que él llamó, no sin razón, mafia en el poder -sin duda nuestro régimen anterior se parecía más a una oligocracia que a una democracia auténtica-, sino a todos los ciudadanos que no piensan como él y se atreven a manifestarlo. Afirmar que quien no se pliegue a sus dictados es por fuerza corrupto significa que para él hay millones de mexicanos que son sus enemigos; de allí a sostener que son traidores a la patria solo hay un paso. Y el siguiente, como ya nos advirtió Aristóteles, es la tiranía.
@jvolpi