“Ocho mujeres y un hombre”, decía doña Lola, cada vez que le preguntaban cuántos hijos tenía. Lo decía con orgullo, ella que valía por diez. “A todas ellas les he dado armas para la vida”, le comentaba a sus amigas, es decir que fuéramos audaces, leídas, viajadas y de ser posible con una carrera, eso evidentemente no era una obligación, pero para ella, la educación era fundamental y hablar idiomas, un requerimiento. Todas comenzamos a trabajar y a contribuir para los gastos de la casa desde muy jóvenes. Lo importante, para ella, era salir adelante y casarse. No obstante, había algo que le quitaba el sueño y que compartía preocupada con su marido a las tres de la mañana. “¿Cómo vamos a casar a tanta niña, sin dote?”. Sin embargo nos casó a todas y sin dote. Como buena francófila, lo que le daba más ilusión era que nos casáramos con franceses, tres cumplimos sus deseos.
Mi madre, tapatía de origen y la mayor de cinco hijos, fue educada con el verbo aguantar en todos los tiempos: “yo aguanto, yo aguanté y yo aguantaré”. Y con esa consigna nos educó. Era feminista sin saberlo. Más que en el hombre, creía en la mujer; en su fuerza, su instinto de conservación y en su capacidad de adaptación. Nos educó a no tenerle miedo a nada, ni a nadie, a ser auténticas y a hablar siempre con la verdad. Siempre vi a mi madre con un libro entre las manos. Sus heroínas eran Juana de Arco y la escritora revolucionaria George Sand, precursora del movimiento feminista.
El mundo de doña Lola era muy diverso, así como era amiga de Pita Amor, Dolores Olmedo, Rosario Sansores, Andrea Palma, Elena Garro, Amalia Castillo Ledón, primera embajadora de México, la doctora Esther Chapa, feminista y activista mexicana por de los derechos de las mujeres, por increíble que parezca, también era amiga de La Tigresa, no sé cuándo y por qué la conoció. Tal vez le llamaba la atención por atrevida, inteligente y porque no tenía pelos en la lengua. Un día acompañé a doña Lola a visitar a la Tigresa en su casa. Recuerdo que durante el trayecto hacia Las Lomas le reprochaba a mi madre cómo era posible que visitara a una señora que, a su muy avanzada edad, aún tenía la ilusión de embarazarse, pues afirmaba que tenía esperma congelado de su pareja Alejo Peralta. Mucha gente decía que era otra más de sus historias para hacerse publicidad. En esa época, se decía que era admiradora de los narcosatánicos, que Díaz Ordaz le había regalado el Teatro Fru Fru y la cama de la emperatriz Carlota, y que Diego Rivera le había hecho dos retratos, mismos que se encontraban en su bodega. Yo ya había leído la entrevista que le hiciera Elena Poniatowska, a La Tigresa en donde la describe como una mujer muy bajita, que se paseaba en medio de muchos muebles y paredes pintadas en dorado, de mal gusto, con muchas pieles de tigre y candiles por doquier. Cuenta Elena que en el lugar de honor de su casa, cuando entonces vivía en El Pedregal, se encontraba un busto de Díaz Ordaz. “A mí los hombres me tienen miedo porque los aplasto”, le dijo, con sus enormes ojos verdes, sus pestañas postizas y su lunar pintado en la frente.
Cuando mi madre y yo llegamos a su casa, nos recibió un joven vestido en mangas de camisa y unos jeans, “que dice la señora Serrano que suban a su recámara”, nos dijo muy sonriente. Subimos unas escaleras semejantes a las que aparecen en la película ++Ustedes los ricos++, de Ismael Rodríguez. La Tigresa estaba recostaba al lado de su perrito de raza yorkie, en su cama cuyo respaldo eran dos tablones de madera trabajados en marquetería con algunos angelitos forrados en concha nácar, parecían velar sus sueños seguramente muy surrealistas. En medio de las dos tablas aparecía un letrero cuyas letras me parecían totalmente indescriptibles. Nos saludó muy amable y nos platicó de su prima, la escritora mexicana Rosario Castellanos. La Tigresa se cubría con una colcha de piel de chinchilla. “Ay, Irma, qué cobertor tan bonito tienes. ¿Quién te lo regaló? Ha de ser carísimo”. La actriz nos miró con una sonrisa picarona y agregó, con su voz tan particular: “Ay, Lola, me lo regaló, mi papacito!”. Mi madre la miró con cierta ternura y le dijo: “Pues qué papá tan lindo tienes. Has de ser muy buena hija, Irma”. Inmediatamente después La Tigresa se echó una carcajada, que no olvidaré jamás, a la vez que mostraba una fotografía del ex presidente de la República.