Irapuato, Guanajuato.- Este tema, ‘relación’ lo trato hoy dado que, debido a diferentes lugares en donde he estado, y tratado a muy diversas personas, desde hace tiempo me cosquillea en el cerebro, lo que me insinúa me adentre más en su interior para entenderla cabalmente y explicarla.

 Dadas esas variadas circunstancias entiendo la relación, por oposición, entre los términos ‘propiedad’ y ‘pertenencia’. A lo largo de mi vida me producen muchas visiones, recuerdos y satisfacciones ingresar a uno de tantos lugares que, tiempo atrás, participé con actividades diferentes a lo largo de mi vida y trabajo. Me explico, ejemplificando: asisto a la casa que ahora es el Museo Salvador Almaraz. Ingreso y participo de los actos que ahí se celebran. Al hacerlo me gana la nostalgia, la que se manifiesta con recuerdos de mi vida en ella. ¿Por qué? Sucede que en la calle Allende -donde se ubica dicho museo en la casa con el número 19 nací en 1937, y en otras dos casas más viví en esa calle durante 49 años de mi vida. La historia de esa calle y sus moradores, así como lo sucedido en ella la conozco al dedillo, vivencialmente: quién murió, que casa demolieron, que bache sigue en tal lugar…esa calle fue conocida por la gran cantidad de niños que la gozábamos, a punta de regaños y nalgadas para que obedeciéramos, pero era nuestra calle; empedrada, con focos uno en cada esquina, con caños que descargaban de cada azotea el agua de lluvia sobre las banquetas y la calle. Con olor a pan de huevo que llevaban diario a vender de casa en casa; pulque y agua miel, que no compraban en la casa pero sí olía; el panadero -mi mamá lo llamaba ‘el güero’-, aunque era más negro que el carbón de los fogones; don Jesusito, chaparrito, chiquito, chiquito, que llevaba agua para beber en botes alcoholeros, uno de cada lado de sus hombros; llenas de silencios, alterados muy de vez en cuando con el rugido de las charchinas modelo ’37 que  causaban sensación, y algunas veces, lástima;  de las  muchas puertas de las casas y zaguanes de par en par, sin temor a que entrara gente de mala entraña… 

A mis cuatro años y un poco más, la parvada de niños que éramos dueños de esa calle, jugábamos en la calle o en las casas donde los dueños nos aguantaban. Una de ellas era la casa, ahora el museo. Al ingresar a ella, surge el recuerdo de mi infancia y más. Nunca he sido propietario de ella, y aquí surge lo que señalo líneas arriba, la diferencia significativa entre los términos ‘propiedad’ y ‘pertenencia’. El dueño de esa casa lo es el municipio, pero sus representantes, como la Licenciada Karina a quien saludo afectuosamente, actualmente su directora, conocen muy poco de ella. En cambio, yo la siento  mía porque viví mucho en ella, como lo comento: en el pequeño tramo de la calle Allende, entre las calles Altamirano y 5 de febrero, vivíamos muchos chiquillos -menciono a los varones, porque éramos algo así como el ‘club de Tobi’-, los siguientes: los Martín del Campo (Chucho, Javier…), Los Salgado Banda (Roberto y Héctor); los Olivares (el torero, Antonio del Olivar), los Alfaro (el Churro), los Rodríguez Pérez (Perico, Poncho, Talo y Pepe), los Martínez Durán (Alfonso, el Güero), los Martín Ruiz (Joel, Raúl y yo), Los Ruiz Abascal (el Guicha), los García (Vitín) hijo del Rifeño; Los Campos Ortiz (Alejandro); los Topete, (Toñito), los Arrache (Pepe, Tito…), Los Vieyra (Jorge), Los Valdés Alcántara (Manuel y Pedro), finalmente los Hernández Fonseca (Juan).  La mayor parte de ellos formábamos un ejército. En una ocasión Juan Hernández, hijo del propietario de la casa, Don Juan Hernández Ramírez, nos comentó que había descubierto un túnel pero que estaba escondido su ingreso con un murito de tabique. Hicimos un plan para descubrirlo sin que se enterara la familia de don Juan, por muy obvias razones. La planta baja de la casa la usaba don Juan como almacén para la compra y venta de semillas de maíz y trigo, principalmente. En la planta alta vivía con su numerosa familia, así que nos colocamos cada niño en el lugar que se nos habían asignado para, si veíamos algún ‘sospechoso’ -familiar o cargador- que pudiera descubrir lo que pretendíamos hacer, por medio de silbidos nos comunicábamos para suspender los trabajos que se iniciaban ya, por debajo de la pequeña escalera que existe para subir a las oficinas de la directora. Cuando Juan nos platicó algo del túnel, nos preparamos porque al quitar unos tablones que cubrían el pequeño muro de tabique vimos que estaba aterrado con más de un metro de tierra, oscuro y lleno de posibles malignas sorpresas, como alacranes, tarántulas y gases nocivos, así que hicimos  hachones y, luego de haber hecho un agujero suficiente para que cupiéramos, a gatas, sobre esa tierra y más que asustados lo recorrimos hasta que finalmente, sin picaduras ni mordeduras y demás, llegamos a su final, un cuartito que da al patio posterior que se encontraba techado con losas de concreto y madera como de cimbra. Cuando Don Juan Hernández y su queridísima esposa doña Cholita, descubrieron lo que estábamos haciendo, cerraron el ingreso del túnel. Nos regañaron y nos mandaron a nuestras casas y cuando llegamos, nos nalguearon. Continuará.

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