Culturalmente, para los mexicanos, el Sábado de Gloria ha representado algo más que “cubetazos” de agua (ahora prohibidos en el País por la escasez del líquido), pues nos trae a la cotidianidad, el sentido de la Pascua, del “paso” de la muerte a la vida (aquel en el que queremos creer los cristianos). En un mundo tan complicado donde a todas horas constatamos la muerte, el sentido de la vida se ha ido perdiendo, pues estamos expuestos siempre a riesgos.

Sin embargo, la Pascua, es profundamente antropológico: los humanos nos resistimos a pensar que todo termina aquí, en la tierra. El domingo de resurrección es (o debería ser) la fiesta más importante de la cristiandad porque creemos que después de la muerte hay “algo”. Si la muerte de Jesús de Nazareth fue un hecho histórico evidenciado por las crónicas de su tiempo, la resurrección, por el contrario, no se puede probar, es una gran afirmación de Fe que solo hacemos quienes creemos en este supuesto, para imaginar que podemos superar la muerte.

Jesús de Nazareth, el profeta, el hijo del carpintero judío, el ser humano histórico, muere a manos de los poderes de su tiempo como consecuencia de su vida, metido de lleno en los dilemas y problemas que le rodeaban; el Nazareno, muere sin negar su condición divina, pero siempre afirmándose como ser humano. Su testimonio social desata siempre conflictos, pues cuestiona de fondo la naturaleza humana al invitarnos a una vida de práctica y no de ritos, al lanzarnos fuera de nosotros siempre hacia los demás, al cuestionar de fondo la manera egoísta de relacionarnos.

Aunque los católicos estamos de acuerdo en estas afirmaciones básicas, las diferencias se dan en la comprensión del mensaje social de Jesús. Si la resurrección es la superación de la muerte y con ella, del pecado inherente a nuestra condición humana, como nos han dicho siempre. ¿Cuál es el pecado? Nos han enseñado en nuestra tradición católica la dimensión personal del pecado, dejando de lado el pecado social, el estructural, el que mantiene un sistema económico que nos privilegia a pocos y que explota a los más; es decir, nuestra ética católica siempre ha subrayado la dimensión individual y no la social.

El Papa Francisco ha sido valiente al afirmar que la problemática de inseguridad que vivimos tiene en la raíz la situación de falta de equidad que tiene nuestro sistema social.

Nos hace falta a los católicos, de veras, trabajar en la dimensión social del pecado, pues al hacer énfasis en la dimensión personal, pocas veces nos pronunciamos contra la injusticia social, contra las violaciones a los derechos humanos (laborales, sindicales, etc.), o la destrucción de los ecosistemas.

Frente a la muerte que representa el rompimiento del tejido social, a la violencia que hace el crimen organizado, frente a las grandes injusticias sociales que provoca nuestro sistema social, está la resurrección que nos permite ver más allá para construir un sistema económico más equitativo. Tenemos una oportunidad enorme de reconstruir nuestras sociedades, de reencontrarnos. Aún con los miles de muertos por la inseguridad, tenemos que dar confianza a los demás, de que tenemos la capacidad de reconstruir la sociedad y hacerla más solidaria y justa. Nuestro mundo está lleno de muerte pues la humanidad ha construido condiciones inequitativas para las mayorías y el sistema económico capitalista no ha podido repartir la riqueza y que cada vez más se abre la brecha entre ricos y pobres.  

Pero después de esa muerte siempre tiene que haber vida. Sí, resucitar, volver a vivir, tener el aliento para luchar, confiar en que la vida es mayor que la muerte, es lo que mantiene caminando a la humanidad. Es no sólo un asunto de la fe cristiana, sino de sobrevivencia humana. Quizá la herencia mejor que podremos dejar a la siguiente generación es la confianza en que este mundo podrá ser mejor y más justo, de que seremos mayores que nuestros problemas y que volveremos a caminar tranquilamente por las calles, una vez que hayamos construido un mundo más fraterno donde quepamos todos.

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