En 1872, el presidente Ulysses S. Grant fue detenido por un policía por conducir a exceso de velocidad su carruaje tirado por caballos en Washington. El agente extendió la mano para indicarle que se detuviera, Grant obedeció y lo acompañó a la comisaría.
¿Degradó eso la presidencia?
No, yo diría que fue un hermoso homenaje a la democracia. Lo que era impensable para el Rey Sol francés, Luis XIV -aquel que proclamó: “L’état, c’est moi” (“Yo soy el Estado”)- es apropiado en un sistema de igualdad ante la ley.
The New York Times informa que un gran jurado votó a favor de emitir una acusación formal contra Donald Trump por sobornar a una estrella porno para que no hablara, pero que, por el momento, la acusación se mantiene confidencial. Hay preguntas legítimas acerca de esta acusación en particular y aunque no conocemos los detalles de los cargos, después de educadas conjeturas, nos preguntamos:
¿La primera acusación formal contra un expresidente debería basarse en una teoría jurídica nueva que pudiera ser rechazada por un juez o un jurado? ¿Qué hacemos con las dudas sobre este caso incluso entre aquellos que no simpatizan en absoluto con Trump? ¿El fiscal Alvin Bragg sabe lo que está haciendo?
Ninguno de nosotros puede estar seguro de las respuestas a estas preguntas hasta ver las pruebas presentadas en el juicio y me preocupa que una acusación fallida pueda fortalecer a Trump. Pero me preocuparía, aún más, el mensaje de impunidad que se enviaría si los fiscales desviaran la mirada porque el presunto culpable fuera un expresidente.
Michael Cohen, el solucionador del expresidente, fue condenado a tres años de prisión por cumplir las órdenes de Trump y un principio fundamental de la justicia es que si el intermediario es castigado, el mandante también debería serlo. Eso no siempre es factible y puede ser difícil replicar lo que una acusación federal logró en el caso de Cohen. Pero el objetivo debe ser la justicia, y esta acusación honra ese objetivo.
Esto es válido sobre todo porque es evidente que se trata de un delito de mayor envergadura que un caso cualquiera de falsificación de registros comerciales; al parecer, el objetivo era influir en el resultado de unas elecciones presidenciales y puede que haya sido así.
Cuando se arreste a Trump, al parecer se le tomarán las huellas dactilares, se le fotografiará y quizá se le esposará. Se plantea la cuestión: ¿es degradante para una democracia procesar a un antiguo líder?
La democracia con mayor experiencia en la detención de exdirigentes es Corea del Sur, que ha perseguido a cinco expresidentes y de la que me he ocupado de vez en cuando desde que era jefe del buró del Times en Hong Kong en los años ochenta.
En 1996, un expresidente fue condenado a muerte por su participación en una masacre durante la dictadura militar. Su sucesor fue condenado a 17 años de prisión por delitos similares.
Otro expresidente se suicidó en 2009 mientras era investigado por un escándalo de corrupción. Su sucesor fue condenado a un total de 17 años de prisión por corrupción. Y el siguiente presidente, en el cargo de 2013 a 2017, fue condenado a un total de 25 años de cárcel por delitos como soborno y abuso de poder.
Hubo momentos en los que pensé que este desfile de enjuiciamientos era un signo de inmadurez política. Sin embargo, quizá lo entendí al revés. Sí, la Corea del Sur de los noventa era una democracia inmadura donde prevalecía la corrupción, pero esos procesos judiciales contribuyeron a fortalecer la democracia surcoreana.
“Para nosotros los coreanos no es fácil procesar a nuestros expresidentes”, afirmó Jie-ae Sohn, profesora de Comunicación de la Universidad Ewha Womans de Seúl. “Es un proceso doloroso que no quisiéramos mostrar al resto del mundo. Sin embargo, este proceso ha dejado muy claro que nadie puede estar por encima del Estado de derecho”.
“Este proceso puede ser desagradable”, agregó Sohn, “pero creemos que fortalece nuestra democracia y le permite ser más resiliente”.
Existe el contraargumento de que este puede ser el momento de Estados Unidos para que la discreción procesal permita al país recuperarse y seguir adelante. En mi adolescencia, me indigné cuando el presidente Gerald Ford indultó preventivamente al expresidente Richard Nixon, pero con el tiempo llegué a pensar que fue la decisión correcta y que permitió al país recuperarse. Sin embargo, hay una diferencia evidente: Nixon, en 1974, ya estaba desacreditado por completo, condenado al ostracismo y quebrado, mientras que Trump niega haber cometido delito alguno y se postula de nuevo para la Casa Blanca.
Corea del Sur quizá ofrezca un modelo para promover tanto el Estado de derecho como la cura. Aunque los expresidentes recibieron duras condenas, todos fueron indultados y puestos en libertad en un plazo de uno a cuatro años.
En este momento me resulta difícil evaluar la solidez de la acusación del fiscal del distrito de Manhattan contra Trump, pero encuentro inspiración en las palabras de William H. West, el policía que detuvo a Grant por exceso de velocidad. Según un relato que hizo muchos años después, que recoge The Washington Post, le dijo a Grant: “Señor presidente, siento mucho tener que hacerlo, porque usted es el jefe de la nación y yo no soy más que un policía, pero el deber es el deber, señor, y tendré que ponerlo bajo arresto”.
Esa es la majestuosidad y dignidad de nuestro sistema de justicia en su máxima expresión. Y si un policía en 1872 podía extender la mano y obligar a detenerse al veloz carruaje del presidente, nosotros también deberíamos hacer lo posible por defender el magnífico principio de igualdad ante la ley.
@NickKristof