“No está aquí, ha resucitado”. La pedagogía de estos días ha sido clara y contundente: durante cuarenta días, de la mano de Dios, la oración, la penitencia y las obras de caridad nos permitieron reconsiderar nuestra vida, evaluando lo que no nos hace bien y lo que es necesario superar para que nuestra vida se renueve. Ese proceso nos preparó para llegar al viernes santo, donde Dios, de manera profética, a través de Isaías, nos recordó que Cristo vino para cargar con todos nuestros crímenes.

Efectivamente, Jesús se dispuso, una vez más, para llevar a la Cruz todo lo que no nos sirve. De hecho, la eficacia de la Cruz se vuelve concreta para cada uno, en la medida en que nos atrevemos a pedirle que cargue con lo que no nos sirve. No se trata de algo genérico, sino real y personal. En concreto, que su misericordia redima sentimientos, mentalidades, acciones u omisiones que me limitan y dañan a los demás. Que Jesús, con misericordia, me ayude a quitarlos de mi vida.
Después de morir en la Cruz, Jesús bajó al sepulcro para dejar ahí enterrado lo que no genera vida. Y es a partir de ahí de donde toma sentido la resurrección.

El evangelio de San Mateo nos regala elementos tan contundentes para entender la grandeza de este misterio. Por una parte, la resurrección nos mueve a no aferrarnos a vivir de los signos de la muerte. Para empezar, no busquemos más a Cristo entre los muertos. ¡No lo busquemos más en el sepulcro! Si regresamos al sepulcro, corremos el riesgo de seguir desenterrando lo que en otro momento nos ha hecho daño. Mejor, descubramos a Cristo, que está vivo, y permitamos que camine con nosotros. Si Él no camina con nosotros, nos seguiremos buscando más a nosotros por encima de Dios y del bien al prójimo. Seguiremos regresando al sepulcro. Por eso, el Evangelio es claro y contundente: No está aquí, ha resucitado. ¿Para qué voltear al sepulcro, donde Cristo depositó nuestras miserias?

Los signos de la muerte son duros en Guanajuato y en todo México, igual que en otras latitudes del mundo. Pero tampoco para los apóstoles la vida era cómoda, pues eran perseguidos y sufrían el rechazo por ser diferentes. Como personas, también tenían la tentación de buscarse a sí mismos. Mas fue la fuerza de Cristo resucitado lo que les dio el coraje de emprender una vida totalmente nueva.

La Resurrección no se puede quedar en el rito del fuego nuevo ni en una celebración solemne ni siquiera en la dicha de comulgar. La Resurrección significa la dicha de un corazón dispuesto a hacer tangibles, a hacer palpables los signos de la vida y compartir esos signos con aquellos que viven con poca esperanza. No desconocemos la adversidad, pero tampoco podemos vivir de ella.

No regresemos al sepulcro, mejor, como los apóstoles y las mujeres, llevemos esperanza a aquellos que creen que ya no hay nada por hacer. Venzamos el miedo. Que los signos de la muerte, que ahora nos rodean con intensidad, no nos paralicen. Que las cobardías y la tentación de conformarnos con las cosas como están no nos venzan. En esos sentimientos, no está Cristo. Por eso dice el ángel: no está aquí, ha resucitado.

Se vuelve muy significativo el mandato de Cristo a las mujeres: “No tengan miedo. Vayan a decir a mis hermanos que se dirijan a Galilea. Allá me verán”. Ser parte del misterio de la resurrección, significa aceptar una nueva realidad en nuestro ser. Una nueva condición: somos hermanos de Jesús. Por tanto, hijos del Padre. Nos comparte lo mejor que tiene: Un Padre. Ha creado para nosotros una nueva condición, ser hijos, y Él mismo se constituyó en el camino que nos lleva al Padre.
No compliquemos la vida, Él está vivo. Permitamos que Cristo haga el camino con nosotros.
Felices pascuas de resurrección.

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