Tercer domingo de Pascua
El evangelio nos presenta la escena de dos de los discípulos que regresan a casa, a Emaús. Para ellos, tal vez, el proyecto de fe que un día los llevó a dejar todo para seguir a Jesús, ahora ya no tiene sentido, pues lo han visto morir en la Cruz. Pero Cristo resucitado se convierte en el peregrino que quiere acompañar a todos, sobre todo, al que camina con un corazón confundido. Está siempre dispuesto a esclarecerlo todo.
En esta escena, los discípulos de Emaús tuvieron dos aciertos fundamentales:
Uno, se dejaron acompañar por Jesús. Por eso, Él aprovecha y empieza a explicarles las Escrituras. De hecho, Jesús siempre quiere caminar con nosotros, pero podemos permanecer con la mente embotada, centrada solo en las esperanzas temporales.
El otro gran acierto de los discípulos de Emaús fue invitar a aquel peregrino a quedarse en su casa. Dice el evangelio: “Ya cerca del pueblo a donde se dirigían, Él hizo como que iba más lejos, pero ellos le insistieron, diciendo: Quédate con nosotros, porque ya es tarde y pronto va a oscurecer”. Él se quedó, y cuando estaban a la mesa, “tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron”.
En la Eucaristía, explicaba San Juan Pablo II, la gloria está velada porque, a simple vista, no diría nada. Mas, es el misterio de fe por excelencia. Pero, precisamente, a través del misterio del ocultamiento total, Cristo se convierte en misterio de luz, gracias al cual el creyente se introduce en las profundidades de la vida divina.
“La Eucaristía es luz, ante todo, porque en cada Misa la liturgia de la Palabra de Dios precede a la liturgia eucarística, en la unidad de las dos «mesas», la de la Palabra y la del Pan” (Juan Pablo II, MND). Así lo vemos, por ejemplo, en el evangelio de San Juan, donde el evento de la última cena, está precedido por la enseñanza de Jesús: «Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida» (Jn 6,55), lo cual puso en crisis a gran parte de los oyentes, al grado que muchos se retiraron. No así Pedro y los apóstoles, ni la Iglesia de todos los tiempos: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna» Jn. 6,68. (Cfr. Juan Pablo II, MND).
Lo mismo sucedió en la escena de Emaús: Cristo despertó su corazón explicándoles las escrituras: «comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas», les hizo ver cómo «toda la Escritura» habla de su persona (cf. Lc 24,27). Sus palabras hacen «arder» los corazones de los discípulos, los sacan de la oscuridad de la tristeza y desesperación y suscitan en ellos el deseo de permanecer con Él: «Quédate con nosotros, Señor» (cf. Lc24,29). Y le reconocieron en la fracción del Pan.
“Quédate con nosotros Señor”, pues sólo en tu presencia viva podemos entenderlo todo. Cada vez que la Iglesia celebra la Eucaristía, los fieles pueden revivir, de algún modo, la experiencia de los dos discípulos de Emaús: dejarse instruir para poder abrir el corazón y reconocerle en la fracción del Pan (Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia, 6).
El enfermo nunca se siente tan fuerte como cuando con profunda fe, recibe a Jesús en la Eucaristía. El pecador se siente verdaderamente perdonado cuando tiene la posibilidad de postrarse de rodillas ante Jesús, presente en la Hostia santa, para adorarlo y reconocerlo con profundo amor. Por eso, no dudemos en decirle: “Quédate con nosotros, Señor”.
Este misterio no se explica por la ciencia, porque no alcanza. Pero lo que experimenta el corazón humilde, que con profunda fe implora a Jesús: “Quédate con nosotros, Señor, porque sin ti la vida se hace oscura”.
“Quédate en nuestras familias, ilumínalas en sus dudas, sostenlas en sus dificultades, consuélalas en sus sufrimientos y en la fatiga de cada día… Quédate en nuestros hogares, para que sigan siendo nidos donde nazca la vida humana abundante y generosamente, donde se acoja, se ame, se respete la vida desde su concepción hasta su término natural. Quédate, Señor, con aquellos que en nuestras sociedades son más vulnerables… Quédate, Señor, con nuestros niños y con nuestros jóvenes, que son la esperanza y la riqueza…” (Benedicto XVI).