Todos necesitamos héroes.
Y no me refiero a un heroísmo grandioso, ese que implica salvar una vida o una hazaña de la que se platicará por años.
No.
Me refiero al heroísmo cotidiano.
A personas que destaquen en su labor, cualquiera que ésta sea. A héroes que nos inyecten un poco de optimismo en la era del ladrido.
En la era del cinismo.
Aquí ya lo platicamos hace un par de años.
Según el sitio “la mente es maravillosa”, etimológicamente cínico y cinismo derivan de la raíz griega kyon, que significa “perro”.
“Se origina en un grupo de filósofos del siglo IV A.C. que se hacían llamar los cínicos y que tenían como líder al ateniense Antístenes. Buscaban un estilo de vida humilde, vinculado a la naturaleza, rechazando al dinero, política y normas sociales”, explica el sitio.
Diógenes luego llevó la corriente a buscar la vida de un perro: “Simple, humilde, fuera de toda costumbre, ligada a lo instintivo y la naturaleza”.
El cinismo ganó popularidad y se expandió por el Imperio Romano.
Pero es la concepción moderna del término la que me interesa.
La sicóloga Valeria Sabater explica que en el siglo XVIII el cinismo “se definió como la actitud de poner en duda toda norma y valor ético o social”.
O como dice el diccionario Webster: “Un cínico es un crítico empedernido que encuentra fallas en todo”.
Jugando con la raíz etimológica, un cínico le ladra a todo.
Por eso ya no hay héroes: nos los acabamos a mordiscos.
La famosa cultura woke (de lo perfecto) nos lleva a rechazar cualquier cosa buena. Nos lleva a siempre encontrar el prietito en el arroz.
Lo woke pretendía ser un despertar (awake, en inglés). Un despertar sobre todo al racismo y la desigualdad prevalentes en Estados Unidos. Pero el término se contaminó y hoy se traduce en ladrarle a todo y a todos.
Vivimos en una era donde se cancela todo ante la más mínima señal de impropiedad. Ya no se puede opinar de nada porque cualquier cosa puede herir susceptibilidades. Y esto aplica también a los juicios personales.
Nadie es químicamente puro o monedita de oro para caerle bien a todos. Y menos los políticos. Y menos los nuestros.
Pero estamos cancelando a los buenos… o los menos malos.
Por ejemplo, hace poco platicaba con unos compadres de Miguel Treviño, el alcalde de San Pedro, en Nuevo León. Como cualquiera, Miguel tiene sus defectos (puede ser terco, a veces no comunica bien y no transmite empatía).
Y, sin embargo, en mi opinión es un gran alcalde: enfocado a la tarea, hace mucha obra, transformó para bien la policía municipal, es honesto, se atreve a hacer cosas que otros no hacen, etc. Ya quisiéramos en México tener políticos como Treviño. Brincos diéramos.
Su balance es excelente… pero los ladridos lo cancelan. Los ladridos lo equiparan con tantos y tantos grillos mediocres y rateros.
Sus detalles negativos lo hacen tan malo como el peor.
OJO, no soy ingenuo ni porrista… y, claro, los detalles importan.
Entiendo que un juicio personal es precisamente eso, personal. Entiendo entonces que para algun@s un detalle puede significarlo todo. Hay ciudadanos (votantes) que se les conoce como “single issue voters”. Para ell@s existe algo tan importante que define su opinión y, por ende, su voto.
Y eso está bien.
Simplemente te propongo que nuestros juicios (de personas o acciones) sean un proceso deliberado y no inducido.
No inducido por una cultura de la cancelación que mata a cualquier héroe a ladridos. No inducido por esa persona de tu grupo de WhatsApp que vocifera contra tod@s y contra tod@. No inducido por una cultura donde no existe espacio para que lo bueno destaque.
La alternativa es ominosa.
Porque si cancelamos a todos los héroes entonces estamos creando una profecía que se va a autocumplir.
Una profecía que dejará la escena a los villanos. Que dejará la escena a los que les gusta el zoquete. Que dejará la escena a perros rabiosos que nos terminarán devorando a mordidas.
Todos necesitamos héroes.
No nos los acabemos.
En pocas palabras…
“Lo mejor que he hecho es elegir a los héroes correctos”.
Warren Buffett, inversionista legendario.
Twitter: @jorgemelendez