“Descubrió los errores de la antigüedad solo para sustituirlos con los suyos”. Esta frase, que Voltaire aplicaba con su célebre agudeza a René Descartes, describe a la perfección el gobierno de Andrés Manuel López Obrador. Tras doce años en campaña, alcanzó a conocer el país mejor que cualquier otro político. Frente a los tecnócratas que tanto abomina, se empeñó en visitar cada pueblo y cada estado, dispuesto a escuchar y contemplar a una parte de la población que desde hacía décadas había permanecido muda e invisible. Ese esfuerzo, que ninguno de sus opositores ha tenido la sagacidad de imitar, le valió su abrumador triunfo en 2018.
Una vez en campaña, su diagnóstico resultó -y, mal que les pese a sus adversarios, aún resulta- impecable: México es un enfermo crónico aquejado por un sinfín de padecimientos, la mayor parte de los cuales derivan de una clase política dedicada a proteger sus propios intereses, indiferente al bienestar general. Con un lenguaje tosco y aproximativo, famosamente pausado y lleno de giros populares, señaló a esa mafia en el poder que, al calor del neoliberalismo, desmanteló la capacidad de acción del Estado, construyó un sistema de justicia inoperante -o, más bien, a su servicio-, nos sumió en una imparable ola de violencia y preservó la brutal desigualdad -con sus dosis de racismo y clasismo- que nos define.
Por desgracia, en casi todos los órdenes, a la precisión del diagnóstico le ha seguido una avalancha de malas o pésimas decisiones que, a estas alturas de su mandato, no parecen obedecer a una auténtica voluntad de transformación, como le gusta proclamar día tras día, sino al deseo de revancha y a la más pura y descarnada obsesión por el poder.
Consciente del país en el que estaba, AMLO señaló a la desigualdad como el principal problema de México. Estaba -y está- en lo cierto. Para paliarla o atenuarla, instauró una amplia serie de apoyos directos a los sectores más desfavorecidos. Siempre anunció que lo haría y, pese a las críticas sobre la forma de ejecutar esos programas -volverlos generales en lugar de aplicarlos a los más necesitados-, sus efectos han sido positivos. Este es, quizás, su único acierto. Porque, si estas ayudas son imprescindibles para muchos, no bastan para reducir la desigualdad. Para ello se necesitaba una reforma fiscal progresiva que tasase a los más ricos y un Estado sólido para paliar los vaivenes del mercado.
La corrupción es el segundo tema que siempre destacó. Nada qué decir: un cáncer cuyas metástasis alcanzan a todas nuestras instituciones. Por desgracia, en vez de mejorar procesos, de transparentar los gastos y de socializar el gasto público, prefirió desmantelar el Estado con una austeridad de corte neoliberal y lanzarse a destruir los organismos autónomos como si con ello fuera a mejorar algo. En efecto, el INAI no ha conseguido eliminar la corrupción y la Suprema Corte -y en general todo el sistema de justicia- no garantiza el Estado de derecho, pero atacarlos o buscar desaparecerlos solo acentuará la vulnerabilidad de los ciudadanos.
Asumir que la corrupción o la ineficacia del Estado es incorregible y sustituir un posible servicio civil de carrera con el Ejército es la mayor traición a su programa. Como si se hubiera rendido a cualquier auténtica posibilidad de cambio, optó por entregarles a los militares no solo la seguridad pública, sino todas las áreas prioritarias de su gobierno: un remedio que resultará infinitamente peor que la enfermedad. Y a todo esto hay que sumar un autoritarismo retórico cada vez más acentuado, como si a fuerza de descalificaciones o insultos fuera a modificar algo.
Para acentuar nuestra desesperanza, contamos con una oposición que se resiste a admitir que es la responsable de la enfermedad y que hoy se concentra en vapulear al médico en turno sin ofrecer ningún tratamiento alternativo, incapaz de darse cuenta de que su diagnóstico -y en el que sigue confiando la mayor parte de la población- sigue siendo tan correcto como en 2018: México está al borde del coma democrático y urgen medidas concretas para combatir la desigualdad, reformar la justicia y vivir al fin en un Estado de derecho.
@jvolpi