Hace unos días, cuando las imágenes atroces del crimen contra un pequeño perro en el Estado de México ocupaban nuestra atención, un usuario de Twitter respondió a un comentario mío, en el que repudiaba la enorme crueldad que habíamos visto. “Ojalá, señor Krauze, me pueda explicar la razón de tanto drama por un perro”, me decía. “Sobre todo en un país donde la muerte nos acecha cada segundo, donde a nadie le conmueven los muertos del crimen organizado”.
Vale la pena la pregunta. ¿Por qué tanto “drama por un perro”?
La forma en que una sociedad trata a sus animales es un barómetro confiable de su estado moral. Si es cruel con seres indefensos, es probable que también lo sea consigo misma. “La grandeza de una nación y su progreso moral pueden juzgarse por la forma en que se trata a sus animales”, decía Gandhi, que fue un firme defensor de sus derechos. Gandhi abogaba por un trato compasivo y digno para los animales. Seguramente le hubiera horrorizado el grado de sadismo de lo que pasó en Tecámac.
El filósofo australiano Peter Singer, quizá la voz más elocuente en defensa de los derechos animales, lo explica mejor que nadie la obligación que tenemos de respetar el mundo animal. “La cuestión no es si pueden razonar o hablar, sino si pueden sufrir”, dice Singer. “La creencia de que son inferiores en valor moral a los seres humanos es un prejuicio que no difiere del prejuicio de que los esclavos son inferiores a sus amos”. Parece una obviedad, pero vale la pena subrayarlo. Los animales pueden sentir dolor y experimentar emociones. Cuando los tratamos con crueldad, revelamos un desinterés patológico por el sufrimiento.
Con los perros, todavía más. En un milagro evolutivo, los perros optaron por hacernos compañía y protegernos. La persona que lastima a un perro no solo revela esa indolencia sociópata al dolor de un ser vivo. Está, en realidad, traicionando la confianza del animal más cercano que existe a la especie humana. Los perros dependen enteramente de nosotros. Hacerles daño es un doble acto de sadismo.
Eso es lo que hizo el hombre que, en un acto de ira atroz, arrojó a ese animal a una olla de aceite hirviendo.
Por supuesto, el criminal de Tecámac hizo lo que hizo porque también confiaba en su impunidad. Pensó que nadie levantaría la voz. No lo culpo. México ha perdido la capacidad de indignación. Nuestro horror cotidiano es tan universal que quién haría “drama por un perro”. En otros momentos hemos visto actos horrendos de crueldad animal que no han tenido consecuencias.
Esta vez las tuvo, y eso debe darnos cierta esperanza. El crimen despertó una ola de repudio tan generalizada que la detención del salvaje ocurrió pronto y de manera eficiente. Mientras caminaba a la patrulla de policía, tuvo que aguantar gritos y bofetadas. No hay que aplaudir la violencia, pero ciertamente hay que reconocer la importancia de la sanción social. México será un mejor país cuando aprendamos a repudiar sin matices a los que atentan contra nuestro tejido ético más esencial. Por eso hay que hacer todo el drama posible por un perro. En México no debería haber lugar para la crueldad, ni contra un animal indefenso ni contra otro mexicano. Lo que está en juego es nuestra viabilidad moral. Ni más ni menos.
@LeonKrauze