X Domingo del tiempo ordinario
El llamado del Señor Jesús a Mateo y la reacción de los fariseos da pie a que Jesús nos recuerde la esencia de su evangelio: “mostrarnos la misericordia divina”. “No son los sanos los que necesitan médico, sino los enfermos. Vayan, pues, y aprendan lo que significa: yo quiero misericordia y no sacrificios” (Mt. 9, 9-13).

Mientras el pueblo centraba demasiado la fe en actos de culto, que, en su mayoría, eran ritos vacíos de contenido y con grandes exigencias económicas, el Señor Jesús viene para que reencontremos la esencia de Dios: su misericordia. “La misericordia renueva y redime, porque es el encuentro de dos corazones: el de Dios, que sale al encuentro, y el del hombre. Mientras éste se va encendiendo, aquel lo va sanando” (Francisco, Misericordia et Misera, 16).

En los ritos de culto sólo participaban personas de raza y de creencias muy determinadas, pero en el corazón amoroso de Dios sí cabemos todos. Por eso, la afirmación de Jesús: “Yo quiero misericordia y no sacrificios”. De ese modo, Jesús viene para redimensionar el sentido de la fe, del culto y la manera misma de concebir a Dios.

De hecho, el verdadero creyente sabe compartir, con todos, la alegría de creer, pero eso le implica trabajar por la dignificación de las personas, mostrando así el rostro misericordioso de Dios. El Papa Francisco nos comparte una experiencia: “aunque no llegue a ser noticia, existen muchos signos concretos de bondad y ternura dirigidos a los más pequeños e indefensos, a los que están más solos y abandonados.

Existen personas que encarnan realmente la caridad y que llevan continuamente la solidaridad a los más pobres e infelices. Agradezcamos a Dios el don valioso de estas personas que, ante la debilidad de la humanidad herida, son como una invitación para descubrir la alegría de hacerse prójimo” (Ibidem, 17).

La misericordia es un don de Dios para compartir, para generar cultura y estilo de vida. Es el camino que sana a la humanidad, porque no implica sólo perdonar a quien se equivocó, sino también sanar al que está lastimado, fortalecer al que está sano, compartir la dicha de la vida con quienes están bien y tantas cosas más.

De hecho, la Iglesia cuanto menos rigor ponga en los requisitos administrativos e invierta más tiempo y capacidad para mostrar el rostro misericordioso de Dios, tanto más crecerá en la credibilidad frente al mundo. El Papa insiste en que la credibilidad de la Iglesia pasa a través de la misericordia. “Jesús afirma que la misericordia no es sólo el obrar del Padre, sino que ella se convierte en el criterio para saber quiénes son realmente hijos” (Francisco, Misericordiae vultus, 9).

El pueblo judío vivía bajo una tentación, que se vuelve peligrosa para cualquier agrupación religiosa, incluyendo a la Iglesia católica: tener miedo de perder el control. Parece que hay que cuidar a Dios, cuando él es quien nos cuida a nosotros; parece que hay que hacer las cosas difíciles, cuando Dios es enteramente accesible; parece que hay que hacer saber que no todos son dignos, cuando en realidad nadie lo es, olvidando que Jesús es quien realmente hizo los méritos por todos. De ahí la crítica a Jesús: “come con los publicanos y pecadores”.

Hagamos menos cuadrado el evangelio, acompañemos de verdad al que se siente relegado, compartamos la alegría de creer, pero también ayudemos a que los más olvidados perciban la caricia del amor divino. El amor divino sana las heridas del corazón, pero también Dios quiere que le ayudemos a sanar las heridas del cuerpo de muchos.

Dice Oseas: “Esfuércense por conocer al Señor”. Y a eso vino Jesús, a ayudarnos a conocer a Dios, para que no lo desfiguremos. Que, conociéndolo bien, lo disfrutemos y lo compartamos como es en realidad, no con miedos ni escrúpulos, no controlándolo sino dejándolo ser.
Dichosos nosotros: porque Jesús no vino a llamar a los justos, sino a los pecadores.
 

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