Decidido a confiarles sus dominios, el anciano rey reúne a sus tres hijas y las reconviene del siguiente modo: “Puesto que renuncio a poder, posesión de territorios y cuidado de gobierno, cuál de vosotras diré que me ama más, para que mi largueza se prodigue con aquella cuyo afecto rivalice con sus méritos”.

Comienza la primogénita, Goneril: “Os amo más allá de lo que expresan las palabras”. Sigue Regan, quien intenta superar a su hermana: “Solo me siento dichosa en el amor de vuestra majestad”. Toca el turno entonces a Cordelia, la menor. El soberano la insta a hablar, pero ella prefiere el silencio. “Amo a su majestad según mi obligación, ni más ni menos”, dice al fin.

Furioso, Lear maldice a su favorita y la deshereda en el instante: no ha estado a la altura de sus expectativas.

En pleno siglo XXI, el reino ahora es una multinacional y el monarca se ha convertido en un feroz empresario que, al igual que su antecesor, anuncia a sus hijos que nombrará a la cabeza de Waystar/Royco no al mejor ni al más preparado, sino a quien lo ame -lo adule- más. Durante cuatro temporadas, la lucha entre Ken, Roman y Shiv será inclemente y ninguno escatimará los golpes bajos con tal de conseguir el puesto (no haré spoilers).

Desde la Antigüedad, la transmisión del poder ha sido la causa de un sinfín de guerras y conflictos: baste mencionar las guerras de sucesión española y austriaca o, en el caso más extremo, la tradición según la cual el heredero al trono mogol de la India debía asesinar a sus hermanos para evitar sobresaltos. Durante la larga dinastía priista -llamémosla así-, el Presidente siempre eligió a su continuador mediante un enrevesado conjunto de leyes no escritas que buscaban asegurar la lealtad incondicional del favorecido.

Porque eso es, a fin de cuentas, lo único que anhela quien está por abandonar el mando (pero aún lo tiene): la fantasía de que su estilo personal de gobernar será respetado y prolongado. Un anhelo que -la historia lo demuestra- nunca ocurre: tarde o temprano quien detenta el poder buscará ejercerlo a su capricho, moderado apenas por las leyes de su entorno. Y aun así, una y otra vez se repite el vano esfuerzo de los príncipes por asegurar su legado y su lugar en la historia.

No deja de asombrar que hoy en México vivamos una trama idéntica a las imaginadas por Shakespeare o Jesse Armstrong: dada la apabullante probabilidad de que Morena triunfe en 2024, la elección de su candidato se convierte en una herencia de facto. Y, como Lear o Logan Roy, AMLO ha diseñado su propio reality show para que sus hijos demuestren, durante dos meses de competencia, no cuál es el más preparado o tiene mejor programa, sino cuál garantiza mejor la continuidad de su imperio o su empresa, la 4T: quién de entre Claudia Sheinbaum (la Siobhan que parte como favorita), Marcelo Ebrard (Kendall) o Adán Augusto López (Roman), con el añadido de Ricardo Monreal (quien tiene tan pocas posibilidades como Connor), va a saber expresar, de manera más firme y contundente, su amor al líder.

Hasta ahora, tanto Claudia -un tanto más rebelde al principio- como Adán Augusto se han comportado como Goneril y Regan, exhibiendo su absoluta devoción al Presidente; a Marcelo, por su parte, se le percibe un tanto más reticente, como Cordelia. Pero, como no tardan en aprender los protagonistas de Succession, la ansiedad del líder no hará sino incrementarse conforme se acerque el momento de dejar de ser el CEO de la 4T, y ello significa que todos deberán hacer hasta lo imposible para ser vistos como su mejor copia.

A fin de asegurar la empresa familiar, AMLO ha prometido -como si en efecto fuera un monarca- que los perdedores tendrán un lugar en el futuro; una herencia envenenada e imposible, como al cabo comprueban los hijos de Logan: el poder no se comparte. En cualquier caso, se trata de un juego de simulaciones: los más duros entre los fieles a AMLO piensan que Marcelo apenas tardará en traicionarlo, pero al final quienquiera que sea el elegido lo hará, así deba -como los mogoles- neutralizar uno a uno a sus hermanos.

@jvolpi

 

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