En marzo pasado, el fiscal de distrito de Manhattan, Alvin Bragg, acusó a Donald Trump de 34 delitos por poner en marcha un esquema ilegal para ocultar los pagos realizados a la actriz porno Stormy Daniels. En junio, el fiscal especial Jack Smith le imputó otros 38 delitos por no entregar información confidencial. El 1o. de agosto, el mismo Smith le endilgó otros tres cargos por su conducta durante el asalto al Capitolio el 6 de enero de 2021: defraudar a Estados Unidos, obstruir un procedimiento judicial y privar a los ciudadanos de un derecho consagrado en la Constitución. Por último, el 15 de agosto la fiscal del distrito Fani T. Willis, del condado de Fulton, en Georgia, lo acusó de 13 cargos por formar parte de una empresa criminal decidida a mantenerlo en el poder a toda costa pese a su derrota en ese estado.

En total, casi 90 delitos acumulados por una sola persona, ni más ni menos que un expresidente que, para colmo, se halla inmerso en una nueva campaña para regresar a la Casa Blanca. Por supuesto, Trump goza de presunción de inocencia, pero la exposición de su conducta apunta no solo a su culpabilidad, sino a una forma de ejercer el poder de corte fascista. Porque, si alguno podría pensar que los casos de Daniels o los expedientes no son demasiado graves, los procesos federal y estatal de Smith y Willis lo acusan del peor cargo para un líder democrático: querer mantenerse ilegalmente en su puesto.

Redactada a fines del siglo XVIII y con apenas un puñado de enmiendas, la Constitución estadounidense no contempla entre los requisitos para ser Presidente el no estar acusado de un delito y ni siquiera el de no haber sido condenado. En teoría, incluso si Trump fuera hallado culpable podría gobernar desde la cárcel. La Constitución sí considera, en cambio, que el Presidente perdone cualquier delito federal: nada impide que lo haga consigo mismo. Con un mínimo caveat: si bien podría indultarse, solo aplicaría en el ámbito federal; en Georgia, la ley regula las excarcelaciones a través de un comité. De modo que existe la posibilidad de que Trump pudiera ganar las elecciones de 2024 y tuviera que dirigir a la mayor potencia del mundo desde su celda, condenado por empeñarse en desmantelar el mismo sistema que estaría encabezando.

Nadie podría acusar a los Padres Fundadores -a quienes la mentalidad evangélica considera iluminados cuyas palabras deben seguirse al pie de la letra- de no imaginar este escenario que tampoco se le ocurrió a ningún guionista de Hollywood: el peligro para la humanidad podían ser los nazis, los comunistas, los extraterrestres o un meteorito, pero no el presidente de Estados Unidos. El pasmo de medios como el New York Times o el Washington Post -o de toda su clase política- que permitieron su elección hoy les impide señalar rotundamente sus intenciones golpistas: solo ven la paja en el ojo ajeno.

La larga lista de cargos contra Trump ha provocado el fenómeno contrario: todas las encuestas siguen colocándolo en un empate técnico con Joe Biden. No es descabellado que podría asesinar a alguien en prime time y aun así conservar esos apoyos. Se ha querido explicar este fenómeno -que numerosos políticos imitan en todas partes- por la posverdad, las fake news, la polarización o el carácter emocional de la política. Habría que añadir otra epidemia: pese al escepticismo de nuestra época, o justo por la ausencia de asideros, atestiguamos el regreso de una fe de tintes medievales: la misma que los evangélicos estadounidenses expanden por todo el planeta.

Para la mitad del país, Trump ha adquirido una aura de santidad: sus fieles creen en él como si fuera, si no Dios, sí un profeta. A sus seguidores no les importan los hechos, solo sus palabras. Obligados a sospechar de todo, de él no dudan: les proporciona verdades absolutas. Y, frente a ellas, no vale argumento racional alguno. Creíamos estar, en pleno siglo XXI, en una era secular y nos hallamos ante la proliferación de estas nuevas sectas. Estados Unidos, cuya esencia fue siempre religiosa, impone su modelo. Estos nuevos cultos constituyen una de las mayores amenazas de nuestro tiempo.

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