“Un Congreso se abre al ridículo, se ríe el mundo, y no pasa mucho.” Escribía justo esta semana Diego Fonseca en el diario El País alrededor de la presentación de falsas momias extraterrestres ante “el, alguna vez, Honorable Congreso de la Unión de México”. El mismo día de su publicación se armaba un zafarrancho en la Cámara de Diputados durante la comparecencia del titular de la Secretaría de Hacienda, Rogelio Ramírez de la O, entre legisladoras oficialistas y de oposición. Se enfrentaron tanto física como verbalmente, en un espectáculo tan deplorable y ridículo como el mencionado por Fonseca, pues las representantes de la voluntad popular, además de llamarse “mugrosa, naca, pobre enana” se endilgaron una a otra la condición de “perras”. Como si la institución legislativa no estuviera lo suficientemente desprestigiada y como si ese mismo desprestigio no proyectara su sombra sobre las leyes que de ella emanan. Fonseca habla de un agotamiento moral que “ha superado incluso a la fuerza inercial de las sociedades para sostener la normalidad democrática.”

Y como justo la pasada semana referí en mi columna que hasta los perros reciben más deferencias de las autoridades de Guanajuato que las familiares buscadoras de desaparecidos, el uso de la palabra como insulto me animó a retomar el tema. Porque luego de emplearla como ofensa tanto la diputada Melissa Vargas, del PRI, como María Clemente, de Morena, se autoproclamaron perras para defender a México o al presidente López Obrador, respectivamente. En un giro que podría elevarlas a chuchas cuereras del lenguaje o por lo menos del malabar semántico. Y aquí es donde, quienes amamos el idioma y lo consideramos digno de respeto, tenemos que reclamar. 

Quizás la diputada Vargas haya olvidado el fatal antecedente de uno de sus antecesores; cuando López Portillo dijo que asumiría la defensa del peso como un mastín y resultó tan eficaz como un chihuahueño.

Retomo a Fonseca: “Vivimos en una época donde cínicos y nihilistas pueden ocupar el centro de la escena sin pudor porque hemos llegado al límite.” Es curioso que el vocablo cínico provenga del griego kynikos, es decir, similares al perro o perruno, pues de esa manera, con desprecio a las convenciones sociales o bienes materiales vivían los exponentes de la corriente filosófica homónima. 2.300 años antes, Diógenes de Sinope, uno de sus más célebres pensadores, hizo algo similar a las diputadas caninas: cambió el sentido del insulto que recibía de los atenienses y asumió como una virtud parecerse al animal por “la indiferencia en la manera de vivir, la impudicia a la hora de hablar o actuar en público, las cualidades de buen guardián para preservar los principios de su filosofía y, finalmente, la facultad de saber distinguir perfectamente los amigos de los enemigos.”

Y mientras las instituciones democráticamente electas se desprestigian con la velocidad del galgo, cada vez es más frecuente ver al estamento militar dando entrevistas a modo en diversos medios de comunicación para mostrarse como instituciones ejemplares y eficaces. Su advenimiento en este sexenio como supuesta solución a los problemas de seguridad y de gestión de empresas de la nación los han convertido en un factor cada vez más influyente en la vida pública. ¿Hacia dónde puede ir esto? No lo sabemos, pero para ver que la erosión de las instituciones no es un juego, un estudio reciente de Open Society publicado hace pocos días revela que poco menos de la mitad de los jóvenes entre 18 y 35 años consideran que vivir en una dictadura es preferible a hacerlo en democracia. Quizás sea esta última la que deba defenderse perrunamente. 

Comentarios a mi correo electrónico: panquevadas@gmail.com

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