Lourdes Serrano tiene 60 años, una cabellera llena de canas y una discapacidad que la obliga a usar muletas. Pero nadie la puede acusar por falta de ganas. Durante dos meses y tres días viajó desde Caracas hasta esta frontera entre México y Estados Unidos. Son más de 4 mil kilómetros en línea recta y sobrevivió la peligrosa selva del Darién. No viajaba sola. La acompañaban su hija, dos nietos, un sobrino y dos yernos. “Venezuela no sirve para nada”, con algunos dientes faltando. “En Venezuela no hay comida, no hay empleo, no hay nada. Y para personas así como yo, discapacitada y de mi edad, menos.”

Los vi meterse en el río Bravo. Los dos yernos cargaban en sus hombros a los niños, mientras ayudaban a Lourdes a cruzar. Pero el río tiene fama de traicionero y Lourdes se resbaló sobre una piedra llena de moho verde. Cayó sentada. Perdió una chancleta. Varias manos la agarraron para que no la empujara la corriente, y con las dos muletas bajo el brazo y la camiseta gris empapada, se levantó y siguió su camino al lado norteamericano.

Hay algo de heroico en estos cruces.

Es gente que lo dejó todo en sus países de origen y en el trayecto. La policía, los coyotes y los funcionarios más corruptos los han parado tantas veces que, cuando cruzan el río, lo hacen sin nada, solo con la ropa que llevan. Esto es verdaderamente empezar desde cero.

He venido tantas veces a la frontera entre México y Estados Unidos que ya hasta perdí la cuenta. Pero esta vez noté algo distinto: nunca había visto a tantos niños. Joseline, de tres años y con una camiseta rosa de Minnie Mouse, quería ir a Estados Unidos a “estudiar”, su hermanito menor Isaac lo único que le interesaba era meterse en “la piscina” que en realidad era el río – y cuando le pregunté a Everson, de seis, cómo se imaginaba Estados Unidos, me dijo: “Bien, con casas.” Gael, de ocho, cruzó el río con una camisetita que apenas le cubría el pecho y quedó toda mojada; no llevaba más ropa para cambiarse.

En 15 minutos vi a tres niñas cruzando columnas de alambres de púas para entrar a Estados Unidos. ¿Quién ordenó esta crueldad? Esta no es manera de tratar a niños, de ninguna parte del mundo, que están huyendo de la pobreza y la violencia.

Esos encuentros con los niños te dejan marcado para siempre. Tan pequeños y ya han vivido tanto. Los más críticos – los he escuchado – dirían que los padres están poniendo en peligro a sus hijos. Sin embargo, cuando hablas con papá y mamá lo que te dicen es que no querían dejar a sus hijos, solos, en otro país y que los traen para darles nuevas oportunidades. ¿Quién se atreve a decirles que están equivocados? ¿Alguien duda que van a vivir mejor en Estados Unidos que en Venezuela?

Si la migración se explica por algo que te atrae de otro país y algo que te expulsa del tuyo, lo que estamos viendo en la frontera mexicoamericana es, además de una crisis en Estados Unidos, una terrible condena al brutal régimen de Nicolás Maduro. Las cosas están “mal, malísimo” en Venezuela, me contó John, cuando le faltaban solo 50 metros para entrar a Estados Unidos. Junto a él estaba Oriana, otra venezolana, quien viajaba con su hija Samantha, de un año. “No podemos vivir allá”, me dijo, “la dictadura está muy fuerte.”

Ellos forman parte de las miles de familias que están llegando a Estados Unidos.

Durante décadas estuvimos acostumbrados a ver hombres jóvenes, en su mayoría mexicanos, cruzando ilegalmente a Estados Unidos para trabajar y luego regresar a México para ver a su familia al fin de año. Era una migración circular. Pero eso se fue acabando con el creciente incremento de tecnología y agentes en la frontera, y una nueva actitud antiinmigrante tras los ataques terroristas de septiembre del 2001.

Poco a poco, más mujeres y parejas empezaron a llegar. Eran las Penelopes. Estaban cansadas de esperar a esposos que ya no podían regresar. Cruzar se había vuelto algo muy complicado. La idea de ir y regresar constantemente era impráctica y costosísima.

Y eso ha culminado con una nueva práctica migratoria: traerse a toda la familia. No importa que tan pequeños sean los niños. Venir con toda la familia tiene varias ventajas: solo requiere de un viaje y de un pago al coyote y, generalmente, las autoridades de Estados Unidos no deportan a las familias con niños. Además, y esto es lo más importante, la familia no se separa ni se rompe.

Los números confirman esta nueva práctica migratoria. El pasado mes de agosto, según reportó The New York Times, cruzaron a Estados Unidos unas 91 mil familias, un récord mensual. Y por las imágenes que he visto recientemente de la selva del Darién en Panamá y en el sur de México, podemos esperar decenas de miles más.

Al finalizar mi más reciente viaje a esta frontera me encontré con un grupo de unos cien migrantes venezolanos. Habían niños por todos lados. Estaban en un islote en medio del río que separa a México de Estados Unidos. Tres lanchas de la Patrulla Fronteriza les evitaban el paso. El sol derretía, pero no su ánimo. Y se sentaron a esperar. Estaban desesperados, cansados, sedientos y hambrientos. Pero en el juego de ver quién se cansa antes, ellos son los campeones. Lo han sacrificado todo y no tienen a donde regresar.

Además, en familia nada es imposible.

Gsz

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