Mientras recordamos que 43 estudiantes fueron secuestrados y asesinados en Iguala por un grupo criminal con la complicidad de todos los órganos del Estado, los cadáveres de otros estudiantes fueron hallados en un descampado en Zacatecas. Nueve años después, seguimos sin saber qué ocurrió con los normalistas de Ayotzinapa y lo más probable es que tampoco lleguemos a conocer qué sucedió con los seis jóvenes de Malpaso. Esto es México: un país donde no existen ni la verdad ni la justicia, donde jamás se reparan los daños y donde no hay condiciones para que no se repitan una y otra vez los mismos crímenes.
La razón está a la vista de todos: vivimos en un Estado fallido que no ha sido capaz de resolver el caso que más atención ha acaparado entre los miles de homicidios y desapariciones acumulados en los últimos decenios. Desde 2014, Ayotzinapa es la más precisa sinécdoque de México: esa parte que representa al todo, el crimen que concentra todos los crímenes. Y ni siquiera así, pese a las inagotables marchas y la indignación ciudadana, la furia de las familias, la atención de los medios y las organizaciones de derechos humanos, la vigilancia internacional o el escándalo continuo, hemos sido capaces de avanzar.
Gracias al GIEI y a decenas de periodistas independientes, hoy sabemos que la operación de Estado tramada por el gobierno de Peña Nieto para manipular los hechos y ocultar la verdad tenía un solo objetivo: proteger al Ejército. La invención de pruebas y testigos, las torturas y la larga cadena de mentiras que conocemos con el absurdo nombre de verdad histórica jamás pretendió otra cosa. La meta de esas “juntas de autoridades” a las que se ha referido recientemente Tomás Zerón, el responsable de llevar a cabo estas acciones, en las cuales participaron los más altos representantes del Estado con el propio Presidente a la cabeza, no era otra que exculpar a las Fuerzas Armadas de su complicidad con el crimen organizado en Guerrero y de su responsabilidad en la desaparición y el asesinato de los normalistas.
Una de las razones que abonaron al triunfo de López Obrador en 2018 fue su compromiso de librar las investigaciones de cualquier manipulación política y llegar hasta las últimas consecuencias para procesar a los culpables. Al acusar a quienes entonces optaron por la razón de Estado, el entonces candidato debía saber que tarde o temprano se toparía con el Ejército. Solo que, nada más llegar al poder, traicionó su palabra y adoptó la misma posición de sus predecesores: proteger a toda costa a esta misma institución, con la cual ha trabado una alianza perversa e inédita, en detrimento de la verdad y de las víctimas. Todo lo que ha sucedido con la investigación en este sexenio -de la creación de la Covaj a la captura de Murillo Karam y de la salida del GIEI a la renuncia del fiscal Gómez Trejo- responde a ese mismo objetivo. El cambio solo es de matiz: mientras que con Peña Nieto se buscaba exculpar al Ejército al completo, con López Obrador se ha querido argumentar que la corrupción de un puñado de ovejas negras no empaña a la corporación en su conjunto.
Como ha revelado el propio Gómez Trejo en una conversación con John Gibler, en este sexenio se llevó a cabo otra “junta de autoridades”, con la presencia de todas las instituciones del Estado, ahora encabezadas por López Obrador, para fijar esta nueva verdad histórica. Al final, el Presidente ha vuelto a inmiscuirse en las pesquisas a fin de defender a toda costa a las Fuerzas Armadas con el mismo desdén hacia las víctimas y sus familias que les reservó Peña Nieto. Nada ha cambiado desde 2014 o, para ser exactos, desde 2006: del mismo modo que hoy otros jóvenes hoy pueden volver a ser secuestrados y asesinados con total impunidad, el Presidente que prometió ser radicalmente distinto se comporta con la misma desfachatez de sus antecesores. Y México, entretanto, continúa siendo un vasto cementerio en el que no existe ni el mínimo atisbo de Estado de derecho.
@jvolpi
Gsz