Con el semblante severo, bien consciente de lo que hace, el presidente López Obrador le tiende la mano al general Salvador Cienfuegos, secretario de la Defensa durante el sexenio de Peña Nieto, y luego le entrega un reconocimiento ante las turbias sonrisas del general Luis Cresencio Sandoval, su sucesor en el cargo, y del almirante José Rafael Ojeda, secretario de Marina. Cuando dentro de unos cuantos meses al fin se emprenda la revisión crítica de su gobierno, este acto quedará en la memoria como el símbolo de la mayor traición a los principios que lo llevaron al poder en 2018.
La imagen resulta tan contundente, tan chocante, tan obscena, que esta vez cualquier intento de sus partidarios por justificarla ha sido en vano. La mayoría de quienes lo apoyaron en su larga campaña y que en su momento no se ahorraron las más ácidas descalificaciones contra Cienfuegos ha optado esta vez por un vergonzoso silencio. ¿Cómo arrostrar la idea de que AMLO, que para muchos continúa siendo el estandarte de la lucha contra la corrupción y contra los perpetradores de Ayotzinapa, hoy premie a quien ha sido identificado como la quintaesencia de esa corrupción y como uno de los autores clave de la manipulación que conocemos como “verdad histórica”?
Días atrás, López Obrador ya había sido suficientemente cínico en su desfachatada defensa del gobierno de Peña Nieto en torno al caso: luego de que durante años sus simpatizantes no se cansaran de corear a voz en cuello la consigna fue el Estado para exhibir la complicidad de todos los órganos de seguridad en las desapariciones forzadas y las ejecuciones de los jóvenes normalistas, se limitó a concluir lo mismo que sus adversarios argumentaron desde aquellos aciagos meses de 2014: ni Peña ni Cienfuegos -y, para el caso, ni Murillo Karam- ordenaron las desapariciones o los homicidios, de modo que basta ya de decir que fue el Estado: en su nueva verdad histórica, cada vez más difícil de distinguir de la anterior, si acaso un puñado de militares -unas cuantas ovejas negras- auxiliaron a los delincuentes.
La vuelta de tuerca ha sido tan extrema, tan radical, que ha descolocado a todos los actores políticos del país. Quien fuera el más encarnizado crítico de esa mafia en el poder ahora la apoya sin reservas: sus seguidores -o al menos los que callan- amanecen, así, convertidos de pronto en apologistas de Peña y Cienfuegos -cuando no de Murillo Karam-, mientras que sus enemigos, esos que en 2018 tanto hicieron por exculparlos, hoy parecerían hallarse entre quienes exigen que paguen sus culpas. Con esta sola imagen, López Obrador ha creado un mundo al revés en el que ningún actor político puede sentirse cómodo. La oposición que lo denuncia es la misma que entonces cerraba filas en torno a Peña y Cienfuegos -e, insisto, Murillo Karam-, mientras que quienes hoy se colocan bajo el paraguas de Morena no tienen más remedio que tolerar que su fundador y prócer haya cerrado filas con sus verdugos. Lo que importa aquí no es la soberanía nacional lastimada ante las pruebas, según AMLO falsas, con las que la DEA intentó enjuiciar a Cienfuegos; incluso sin ese elemento, el general es indisociable de la guerra contra el narco, los abusos a derechos humanos, las ejecuciones extrajudiciales y las miles y miles de desapariciones y muertes ocurridas durante el sexenio de Peña Nieto.
El reconocimiento al general no es sino la prueba extrema de la degradación sufrida por la 4T en estos años: ¿cómo podría proclamarse de izquierda quien pacta así, de manera tan flagrante y ominosa, con la encarnación misma del conservadurismo y el autoritarismo del pasado? ¿Qué transformación es la que celebra a quienes representan todo aquello que se prometió transformar? La imagen de López Obrador frente al rostro desafiante de Cienfuegos, con las sonrisas de Sandoval y Ojeda al fondo, no solo confirma la sumisión del poder civil al militar -su peor herencia-, sino que exhibe a un hombre de poder que, como tantos antes que él, pasará a la historia por haber traicionado a millones de mexicanos y a sí mismo.
@jvolpi
HLL