Si bien Georges Rodenbach murió a los 43 años, sus trabajos poéticos y narrativos en la corriente simbolista le dieron, como lo clama su tumba parisina en el mítico cementerio de Père-Lachaise, una memoria póstuma que llega hasta nuestro siglo y que algunos revisten (aunque siempre sea prematuro) con el grave halo de la inmortalidad.
A su novela Brujas la muerta, publicada en 1892, llegué de manera indirecta a través de la ópera casi homónima La ciudad muerta, obra maestra del compositor austriaco Erich Wolfgang Korngold, estrenada en 1920. El libreto de esta ópera, compuesto por el autor en colaboración con su padre, se firmó bajo el heterónimo de Paul Schott.
El aura melancólica y a veces siniestra de Brujas, así como la psicología del protagonista encadenado por el luto de su difunta esposa, se desarrolla de forma alucinante con la orquestación del joven prodigio de 22 años. El libreto difiere de la novela con el desarrollo de escenas mucho más teatrales, aunque confluye en el acto final con la gran procesión de la Santa Sangre frente a la casa de Hugues Viane, para volver a diferenciarse con un desenlace mucho más simbólico que lo planteado originalmente por Rodenbach.
Para el autor belga, la ciudad flamenca casi por excelencia debía cantarse en francés, a través de la relación del personaje principal con las calles y canales de una urbe católica que aún marcaba su ritmo vital con las campanas de sus iglesias. El prólogo previene al lector que Brujas será una protagonista más en ese luto deambulatorio enraizado en las reliquias de la muerta, atesoradas entre marcos, muebles y ajuares, cuyo fetiche principal lo constituye la trenza de dorada cabellera que Hugues venera diariamente. El cielo enlutado, las maneras circunspectas y pacatas de los habitantes favorecen un duelo de casi un lustro que se quiebra con la irrupción de lo eterno femenino, de la deslumbrante Jane, bailarina de ópera, quien pronto aprovechará la devoción de Hugues para convertirse en su amante. Pero la relación se irá degradando y arrinconará al protagonista entre los recuerdos de la muerta y el hastío de un amasiato socialmente reprobado a pesar de su cautela.
La primera publicación como libro de Brujas la muerta, tras haberse publicado por entregas en el diario Le Figaro entre el 4 y 14 de febrero de 1892, estuvo a cargo de la prestigiosa editorial Marpon et Flammarion y como absoluta novedad incluyó 35 fotografías retocadas específicamente para la impresión, para algunos el primer dispositivo fotoliterario. Su circulación en París, como casa matriz, así como en otras ciudades europeas ubicaron a Rodenbach como un referente fundamental entre los círculos simbolistas y decadentistas de la época.
Hoy, convertida en un punto obligado del turismo mundial, quizás Brujas añore aquellos años de melancolía y gris luto acompasado con los broches de sonido de sus campanarios.
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