Dormías, no sabes qué hora era de la noche, en medio de esas horas, creíste escuchar cuchicheos, así como si alguien contara a otro una confidencia en voz baja, con simulación y discreción para no alterarte, ni aseverar que lo percibiste. 

Entonces, dudando de que fuera tu fértil imaginación, te incorporaste y caminaste despacio pisando las baldosas frías. Las voces provenían del patio y hacia ahí te dirigiste, más al pasar por la sala, la luz de luna escurría por la ventana atravesando el cristal como una cascada feliz que se derramara como un torrente de plata. 

Esperaste cautelosa sintiendo esa frescura, estás segura, atravesó tu cuerpo como lo estaba haciendo con las cortinas de gasa blanca, que comparadas con esa luz parecían opacas.  Pensaste que algo similar pasaba en el día, y tu cuerpo era iluminado por el astro rey. Te alegraste en silencio por ser una mujer habitada, sabiendo que en ese momento, tu ser brillaba y tú eras luna también. 

No era la primera vez, dices, ya habías sentido otras noches esa brisa suave, ese soplo incierto que te despeinaba apenas lo suficiente para turbar tu sueño y arrebujarte entre tus sábanas, mas no captabas las voces, no aún.
 
Pero esa noche, desechaste tus dudas, y decidiste enfrentar una verdad que se te mostraba incierta. Recordaste su voz que te pedía oraras a tu Ángel Guardián, a ella a la que tú, curiosa le preguntabas: ¿Es azul, rosa o amarillo?, y ella solo se sonreía. Atrapada sin salida  improvisaba combinaciones que surgían de su mente fértil: Tal vez sea tornasolado como los colibríes, te decía, o como las palomas tenga una gama de grises claros, o sea unicolor porque ellos son seres celestiales y muy serios. Sí, definitivamente el tuyo, tiene un color verde menta, su vestido y piel deben también ser blancos y níveos casi transparentes. Sus ojos, sin dudarlo, tienen el color del cielo. 

Ese día, después de esperar tantos años, tenías la respuesta, y si pudieras volver a verla, le dirías que finalmente lo sabías: los ángeles son blancos como la luz de las estrellas. 
Eran dos y sentados conversaban tranquilos sin ánimo de despertarte, sólo que en tantas horas de sueño, contigo ajena a su custodia, platicaban para hacer más llevadero el tiempo que transcurría inclemente en los segunderos. 

No te habían mirado y uno, intrigado por la incredulidad de la historia que escuchaba estaba atónito, lo decía su mirada; después, supongo, descubriendo la broma en su compañero, rompió la noche con su risa, a la que contuvo tras su larga palma.

Toda tu vida pasó en tu mente como si fuera rebobinada, sabías que te encontrabas en una situación privilegiada, ¿creerte? Nadie lo haría. ¿Pero, a quién le importaba? El momento era tuyo.

Esperaste sintiendo tu corazón acelerado como un tambor, incrédula de que ellos no lo estuvieran escuchando y supiste que era el momento indicado, y que si no lo hacías en ese momento probablemente habrías desaprovechado esa oportunidad y ellos volverían a su invisibilidad de siempre. 

Aceleraste el paso y te pusiste frente a él, que te miró asustado incorporándose, y antes de que otra cosa ocurriera, rodeaste sus anchas espaldas con tus brazos y él, sorprendido hizo lo mismo contigo, mantuviste tus ojos cerrados no sabes por cuanto tiempo, tal vez hasta que te diste cuenta de que abrazabas el viento. 

Regresaste a tu cama sintiendo el cielo vivo en tu corazón, con una emoción sin límite, habías sido abrazada por tu Ángel Custodio.

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