Para mi hijo León, por su trabajo en Acapulco.
El desprecio por la naturaleza (rasgo límite de la soberbia) ha sido un denominador común del régimen.
“Si la naturaleza se opone, lucharemos contra ella y haremos que nos obedezca”, dijo Bolívar tras el terremoto que devastó Caracas en 1812. La naturaleza no lo obedeció. Contra la naturaleza no se lucha. A la naturaleza se le estudia, se le observa y, ante todo, se le respeta.
El gobierno mexicano desdeña el estudio y la ciencia: solo se observa a sí mismo hablando de sí mismo. Y, por supuesto, no respeta a la naturaleza. De haberla respetado, habría advertido a la población de Acapulco sobre el peligro inminente que se cernía sobre ella. De haberla respetado, habría fortalecido al Fonden desde el inicio de su sexenio en vez de desfondarlo, como en efecto hizo, sellando con ello un capítulo más de la implacable destrucción institucional que será, a fin de cuentas, su sombrío legado, un legado que llevará generaciones revertir.
En la tragedia que vive Acapulco hará falta el Fonden pero también la coordinación nacional que existió, mal que bien, en otros desastres naturales, cuando el presidente se apersonaba de verdad y el ejército mexicano y la sociedad civil convergían en una acción solidaria.
Nada de eso tenemos ahora. Por capricho de su comandante supremo, el ejército ha estado dedicado a otras obras -costosísimas, baladíes e improductivas- distrayéndolo de sus tareas prioritarias y tradicionales, como es la atención de los desastres. Ahora tendrá que volver a ellas. Lo razonable sería que el ejército compartiera la responsabilidad con la sociedad, pero el gobierno no alienta a los organismos civiles (todo lo contrario) para participar en las tareas de auxilio. ¿A cuenta de qué torcida ética se justifica esta decisión que mina la concordia elemental del pueblo mexicano?
Pero ya nada sorprende. El mismo desdén a la naturaleza presidió la inacción oficial ante el Covid. Quizá no pronto, pero la historia pasará la cuenta a este gobierno por los cientos de miles de fallecidos que pudieron y debieron no haber muerto de haberse instrumentado (y predicado, desde el omnipresente púlpito de Palacio) medidas tan elementales como el uso del cubrebocas, no se diga el aprovisionamiento oportuno y la aplicación de vacunas aprobadas por autoridades internacionales.
Bien visto, el desprecio por la naturaleza (rasgo límite de la soberbia) ha sido un denominador común del régimen. Desprecio por la naturaleza es la construcción de una refinería redundante, contaminante e innecesaria en un mundo que solo se salvará con energías limpias. Desprecio por la naturaleza es hender implacablemente la selva mexicana, la flora, la fauna, el subsuelo, arrasando además con un patrimonio cultural irrecuperable, todo con el pretexto de un turismo hipotético.
Pero aún más grave es la indulgencia del gobierno ante la maldad (también, por desgracia, natural) que anida en el alma de algunos hombres desde el arranque de la historia, maldad que no puede combatirse con “abrazos ni balazos” sino mediante la persecución del delito, la procuración de la justicia y la aplicación de la ley.
Veo con desolación las imágenes que me llegan de Acapulco. No soy el único para quien el puerto fue el edén de la infancia. Lo recorro en mi memoria. A mediados de los cincuenta, Acapulco terminaba en la Diana Cazadora. Más allá era tierra de nadie: Icacos, donde se estacionaba la flota, e inmediatamente después el arranque de la sinuosa carretera que llegaba al aeropuerto, pasando por Puerto Marqués y Revolcadero. La rutina era siempre la misma, solo difería la playa que visitaríamos: por lo general Hornitos, por sus olas suaves, pero también Hornos, con olas más agresivas que sorteábamos en colchones de hule. No había camastros, solo las típicas sillas de madera. Los vendedores ambulantes voceaban sus productos: “Collares a peso”. A veces nos aventurábamos a Caleta y Caletilla. Bebíamos agua de coco, comíamos ceviches y mojarritas. Por la tarde, “el clavado” en La Quebrada o la gloriosa puesta de sol en Pie de la Cuesta.
“Bellísima bahía”, la llamó Ricardo Garibay. ¿Qué le espera? Harán falta medidas técnicas para potabilizar el agua, prevenir la difteria, una inversión gigantesca para reconstruir masivamente viviendas, plazas, calles y caminos. El escenario puede ser dantesco, pero es improbable que este gobierno esté dispuesto o capacitado para conjurarlo. La amarga verdad es que solo obedece a una sola naturaleza, irracional, ciega y vengativa: la de su líder, que promueve el endiosamiento de su persona a expensas del país.
www.enriquekrauze.com.mx
HLL