Yo tengo una habitación de voces que, aunque he tratado de cerrar con siete llaves no he podido puesto que carece de cerradura. Sólo, en algunas ocasiones, percibo su puerta cerrar tras de mí, e irremediablemente tengo que escuchar pues como dije antes, está repleta de palabras. 

Me he dado cuenta que sus bisagras son sensibles a estímulos ligeros, puede ser una voz, una canción, la fragancia de un perfume que contiene flores o los colores del viento, y entonces no hay atadura ni resistencia posibles. 

Aunque para ser precisa, debo decir que el altavoz se activa como si fuera un interruptor de luz que iluminara una habitación conmigo dentro, como un sonido de fondo que crece en intensidad hasta inundarme por entero. 

Hay voces buenas que endulzan mi alma, que me comprueban lo bueno que el hombre puede llegar a ser, frases que se escribieron con calma y pericia por quien tiene la habilidad prodigiosa de hacerte sentir bien, voces artesanas con el don de la palabra, que no escatiman en moldear tu alma dúctil como la arcilla. Cuando es así, yo huésped receptor de esa habitación, escucho esas palabras perennes cincelarme con ternura.

Otras veces, se anuncia tormenta, y retumba a lo lejos el trueno, hasta que se desata furiosa lanzando vituperios doblando las cañas que saludaban al sol. Y como he explicado, no hay salida alguna, el nivel del agua aumenta  hasta que me es posible ver las raíces tiernas   aferrarse a la tierra ahora líquida, con desesperación, sin asidera. 

Me siento atrapada en la corriente de ese río caudaloso y solamente me dejo ir en sus aguas turbulentas, hasta que se hace un remanso y puedo alcanzar la orilla con mis emociones calmas. 

Hasta ahora, me ha resultado difícil apagar mis ideas, silenciar mis pensamientos, salir envuelta en su intangibilidad sin sentirme afectada. Afortunadamente mis pies sienten el suelo, brilla el sol, el cielo está limpio, el río tranquilo besa las orillas compartiendo su bonanza.  

Si fuéramos consientes de nuestro poder, probablemente guardaríamos silencio y encerraríamos en una jaula al tigre fiero para que no cauce estragos. Si pudiéramos escuchar esa voz que emponzoña, la contendríamos atada de pies y manos como un reo de muerte y así, no habría temores a amenazas inexistentes. Tampoco habría cuartos cerrados ni ríos destructivos, habría sólo aguas vivas que van contando una historia mientras resbalan por su cauce a todo aquel que se detenga a escucharla.

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