Después de que, durante un año, hemos celebrado los misterios más importantes de nuestra fe, ahora, convencidos de su amor, podemos decirle a Jesús: te proclamamos nuestro Rey, queremos ser parte de tu reino.
El reinado de Cristo significa algo en verdad novedoso, pues sobrepasa infinitamente cualquier experiencia respecto a los reyes terrenales. Su esencia es la misericordia. A modo profético, bajo la imagen del buen pastor, el profeta Ezequiel nos anuncia: “Yo mismo iré a buscar a mis ovejas y velaré por ellas… buscaré la oveja perdida y haré volver a la descarriada; curaré a la herida, robusteceré a la débil, y a la que está gorda y fuerte, la cuidaré. Yo apacentaré con justicia” (Ez. 34, 11-12. 15-17). Las páginas del evangelio, de muchos modos, nos permiten constatar cómo Jesús da cumplimiento a esta profecía de Ezequiel, pues viendo que las gentes estaban cansadas y extenuadas, perdidas y sin guía, sintió, desde lo profundo del corazón, una inmensa compasión (cfr. Mt. 9, 36).
Bajo esas perspectivas, decirle a Cristo que queremos que reine en nosotros, implica que queremos entrar en la dinámica de su reino. Para ser parte de su reino, hay un camino: vivir las obras de misericordia. Al invitarnos a dar de comer a los que tienen hambre, dar de beber a los que tienen sed, asistir a los forasteros, vestir al desnudo, visitar a los enfermos y encarcelados (Mt. 25, 31-37), nos está recordando que, a fin de cuentas, “la misericordia no es sólo el obrar de Dios, sino que ella se convierte, también, en el criterio para saber quiénes son realmente sus hijos” (Francisco, M. V. 9), nos marca quiénes pueden entrar en el proyecto de su reinado.
Obvio, el reinado de Cristo no es de lo más buscado. “En una cultura actual, frecuentemente dominada por la técnica, se multiplican las formas de tristeza y soledad en las que caen las personas, entre ellas muchos jóvenes. En efecto, el futuro parece estar en manos de la incertidumbre que impide tener estabilidad. De ahí surgen a menudo sentimientos de melancolía, tristeza y aburrimiento que lamentablemente pueden conducir a la desesperación.
Pues, en esta cultura, se necesitan testigos de la esperanza, de la misericordia y de la verdadera alegría” (Francisco, Misericordia et misera, 3). En este mundo actual, tan prometedor, el hombre carga con enormes heridas que lo lastiman y perturban, pero no siempre tiene la humildad de abrirle el corazón a Dios.
Cristo, rostro vivo del amor misericordioso del Padre, curó a los enfermos, dio de comer a los que tenían hambre, enseñó a los que lo seguían, consoló a los tristes, perdonó a los pecadores y, en general, dio respuestas a tantas necesidades (cfr. Mt, 14, 14; 15, 37; Lc. 7, 15). De ahí que, proclamar a Cristo como nuestro Rey, signifique dejarnos encontrar por Él; permitir que sane nuestras heridas, pero también implica ser una extensión de su obra.
No nos atrevamos a proclamar a Cristo como nuestro Rey, cuando el corazón está cerrado a caminar amorosamente junto al otro; cuando sigue habiendo sentimientos e irresponsabilidades que nos separan. Como hijos de Dios, no perdamos de vista que “la misericordia no puede ser un paréntesis en la vida de la Iglesia, sino que constituye su misma existencia, que manifiesta y hace tangible la verdad profunda del Evangelio” (Francisco, Misericordia et misera, 1).
La misericordia lo revela todo y todo lo sana. La misericordia es descubrir y compartir lo más íntimo, lo más sagrado, es mostrar que ahí está Dios, es facilitar que crezca una cultura que sí humaniza.