Desde 1929, el régimen de la Revolución -en sus distintas encarnaciones: PNR, PRM y PRI- se empeñó en construir un modelo de gobierno que debía parecer una cosa cuando perseguía la contraria. A lo largo de siete décadas, no hizo más que perfeccionarlo: una democracia ficticia dibujada en prístinos ordenamientos jurídicos -nuestra venerada Constitución en primer término- que solo se cumplían mientras no afectaran a los distintos grupos que se habían repartido el país. Una democracia sin contrapesos, sin alternancia y sin respeto al voto: una democracia imaginaria.

Para funcionar, el régimen se dotó de un Estado de derecho igualmente ficticio: un enrevesado conjunto de normas y preceptos bellamente plasmados sobre el papel que, de nuevo, aparentaban perseguir la justicia cuando su única meta era garantizar la impunidad de los poderosos. Un Estado de derecho imaginario, desprovisto de los ingredientes que habrían podido volverlo real: independencia del Poder Judicial y del Ministerio Público, cuerpos policiacos y peritos con alto nivel de profesionalización, presunción de inocencia y garantías procesales, protección a los derechos humanos, prohibición de la tortura, transparencia y celeridad de las sentencias. 

Del mismo modo que el Sistema había sido diseñado para ++impedir++ la democracia, los órganos de procuración y administración de justicia jamás tuvieron el objetivo de buscar la verdad, sino de escamotearla siempre que hubiese un interés político. No es que el Sistema no funcionara: lo hacía a la perfección, como una máquina perfectamente aceitada, al conseguir los objetivos para los que había sido ensamblada: proteger a los poderosos y desentenderse del ciudadano común.

Cuando, gracias a la corrupción de sus élites, en el 2000 aquella democracia ficticia se volvió un poco más real -es decir, cuando la sociedad civil conquistó la alternancia-, los mexicanos imaginamos que el resto del Sistema se vendría abajo. Por incapacidad o torpeza, durante sus primeros años Vicente Fox no consiguió alterarlo; a partir de la segunda mitad de su sexenio, su obsesión con cerrarle el paso a López Obrador le permitió ver que no había mejor instrumento para combatir al enemigo. Y eso fue justo lo que hizo: reencauzar el viejo Sistema para garantizar el triunfo de Felipe Calderón.

Durante sus años en la oposición, este también había afirmado que, de llegar al poder, lo primero que haría sería desmontarlo. Una vez en la silla presidencial, no tardó ni unas semanas en cambiar de opinión y a lo largo de su desastroso gobierno se valió a diario del Sistema en su fallida guerra contra el narco. Frente a las incontables muertes provocadas por su estrategia, jamás quiso reformar nuestro ++falso++ modelo de justicia, sino que se valió de él para demostrar que tenía razón e imponer por la fuerza ++su++ verdad. Y, como si el Sistema necesitara volverse aún más brutal, le añadió la prisión preventiva oficiosa: el mayor instrumento con el que el Estado abusa de sus ciudadanos, privándolos de toda presunción de inocencia. 

La catástrofe humanitaria provocada por Calderón determinó el regreso del PRI a la Presidencia. En este caso, nadie supuso que renunciaría al Sistema que había concebido, y así ocurrió. Peña Nieto prometió reformas en todos los sectores, menos en la justicia: el caso Ayotzinapa no fue sino la punta del iceberg que nos permitió constatar cómo el Sistema se mantenía tan sólido y eficaz como en el pasado. Su meta: impedir que se conociera la verdad. 

Durante su larga campaña, López Obrador se comprometió explícitamente a acabar con el Sistema. Millones lo votaron en 2018 con ello en mente. Pero, otra vez, al verse en la silla presidencial constató que lo mejor para su proyecto no solo era conservarlo, sino reforzarlo: la militarización y sus ataques a la independencia de un Poder Judicial de por sí ineficaz son la mejor prueba, sumados a la drástica ampliación de la prisión preventiva oficiosa. Pese a su discurso rupturista, la 4T solo ha llevado el Sistema a sus extremos. A menos que se produzca un inesperado vuelco en las encuestas, ahora le corresponderá a Claudia Sheinbaum decidir si, al igual que sus antecesores, preservará el Sistema o si será ella quien por fin cumpla con la promesa de exterminarlo.

 

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