El odio no está en la naturaleza del mexicano. Hay que vencerlo.
Comienzan a llegar al Tepeyac los peregrinos. Vienen de muy lejos en el tiempo. Vienen de muy lejos en el espacio, con sus carros alegóricos identificando cada pueblo. Vienen en caravanas floridas, a pie, de rodillas. Vienen con sus ofrendas, a pedir por los suyos, a dar gracias. Son millones. Son la prueba palpable y viva del mensaje de amor que fundó hace siglos la religiosidad mexicana. De amor y reconciliación. Así lo entendió en 1880 el fundador de la cultura nacional, Ignacio Manuel Altamirano:
“(…) tratándose de la Virgen de Guadalupe, todos esos partidos están acordes y en último extremo, en los casos desesperados, el culto a la Virgen mexicana es el único vínculo que los une”.
He pensado mucho en Altamirano, como lo han pensado José Luis Martínez, Gabriel Zaid y José Emilio Pacheco. No encuentro personaje histórico más emblemático del espíritu que requerirá nuestro país en el futuro inmediato que el de aquel indígena nacido en Tixtla en 1834 que de joven compartió las furias jacobinas de su maestro Ignacio Ramírez, participó en la Guerra de Reforma, escribió versos y pronunció discursos incendiarios, pero tuvo la nobleza de consolar a Maximiliano en sus momentos postreros:
“Cuando visité al pobre Maximiliano en su prisión de la Cruz en Querétaro (…) estaba él enfermo de disentería. Yo también. -Tome usted esa agua -me dijo- y nunca sufrirá del estómago. Yo seguí el consejo (…) y me ha ido bien. A veces, no tomo en la noche más que un bizcocho mojado en agua de Seltz”.
En 1867, al restaurarse la república, Altamirano decidió ensayar el mensaje conciliador de Juárez a un ámbito menos azaroso, más permanente, que el de la política: la república de las letras. Pensaba que si el espíritu de concordia privaba en la cultura, alguna vez llegaría a la política.
En 1868 Altamirano comenzó a organizar unas “veladas literarias” a las que se invitaría a escritores no sólo de diversas generaciones sino de todas las filiaciones políticas (incluidos los conservadores y monarquistas) para leer sus textos y conversar en la arena neutral de la literatura. “Ahora sí, hijo mío -le dijo a Juan de Dios Peza al despedirse en una de esas sesiones-, a estudiar mucho, a escribir sin miedo; ha renacido la literatura nacional y hay que cantar a la patria libre y unida”. Poco después, publicó su estudio “Revistas literarias de México”, que de manera explícita proponía la literatura como el lugar histórico de la reconciliación. Finalmente, en 1869 fundó El Renacimiento, la revista que cambiaría la historia de la cultura mexicana. En ella establecía la autoridad autónoma y legítima de “esa pequeña república en que no se concede el mando a la fuerza, ni a la intriga, ni al dinero sino al talento, a la grandeza de alma, a la honradez”. Si la república de las letras era pequeña en poder, su misión histórica era inmensa.
En las primeras páginas de El Renacimiento escribieron nombres denostados y proscritos en la política, pero respetados y bienvenidos en la literatura: el “señor José Fernando Ramírez”, autor de una “bellísima edición de la Historia del padre Durán”; Manuel Orozco y Berra, “uno de nuestros sabios más laboriosos [.] [cuyas obras] tan apreciadas han sido en el extranjero y le han valido tan lisonjeras manifestaciones de parte de varias sociedades científicas”. Y Joaquín García Icazbalceta, “tan empeñoso y sabio anticuario […] cuya obra ha ganado una envidiable reputación en Europa”. El ideal de concordia era claro y explícito:
“Llamamos a nuestras filas a los amantes de las bellas letras de todas las comuniones políticas, y aceptaremos su auxilio con agradecimiento y cariño”.
Pocas veces una revista mexicana tuvo un nombre más exacto: los 53 números de El Renacimiento dieron pie a 35 publicaciones literarias durante la década siguiente. Tal fue la labor de Altamirano como editor. Pero también en sus cátedras, sus novelas, sus crónicas y su magisterio personal, animó aquella ecuménica república de las letras, al abrigo de las tormentas políticas que habían dividido y desgarrado a la nación.
Ese era el hombre que en la madurez de su vida, decepcionado de los “partidos que han ensangrentado al país (…) a causa de la diferencia de sus ideas políticas o religiosas”, harto de “las fracciones personales llenas de odio”, escribía sobre la Virgen de Guadalupe.
México lleva demasiado tiempo dolorosamente sumido en una discordia inducida por el poder. Es hora de invocar el espíritu de la reconciliación.