El pasillo era largo, en las noches cuando venías, de regreso al cuarto, lo recorría con prisa y miedo como si alguien viniera pisándome los talones. Cruzaba sin voltear a ver la tétrica biblioteca que emanaba frío como un refrigerador abierto, girando a la izquierda, la que la negrura era total, sólo a lo lejos, estaba la puerta entornada de mi abuela que me esperaba. Justo al llegar a esa esquina siniestra, la adrenalina estaba a cien, y yo, preparada, corría con rapidez y miedo. Pasaba veloz el comedor y la sala china, luego el cuarto de mi abuelo, el reloj de péndulo. Enfrente estaba la recámara con la cama de mi bisabuela que nunca me gustó porque tenía el contacto helado de ultratumba. Pero yo ya estaba casi llegando a la puerta, la cara de la niña con la pañoleta colgada en la pared, me saludaba con su media sonrisa divertida de mi miedo. Abría y me introducía al borde de un colapso a esa recamara cálida, hasta que mis latidos fuertes como el tronar de un tambor volvían a su ritmo normal. Todo estaba bien.
Así era cuando tu venías y en las noches, permanecíamos escuchando historias rodeándote. Se alargaba el tiempo, transcurría, tu risa resonaba titilante en el cristal de los candiles, el sueño comenzaba a flotar en el aire como otro integrante más. En esos momentos, recargada en uno de los barrotes torcidos de tu cama, no pensaba en la aventura que me esperaba, no aun, hasta que se disolvía la reunión y la opción era bajar corriendo, volando si fuera posible porque no hay más prisa que la que da el miedo.
Ese pasillo se vestía de fiesta y se iluminaba por completo en ocasiones importantes como los cumpleaños o la navidad que era mi acontecimiento preferido. Yo ayudaba a mi abuela a decorar y poner el nacimiento, sacábamos grandes cajas con adornos del cuarto de la plancha, solo de evocar esos días, renace en mí esa vieja ilusión. En los preparativos previos a la cena, incluía poner múltiples platitos con dulces, chocolates y demás golosinas en el comedor. A mí me gustaba entrar a comer pastitas y almendras confitadas, aprovechaba para jalar del cordel de las campanas que tocaban una melodía alegre. Ahí, sola en esa estancia hermosa, aspiraba la fragancia a madera que emanaba un perfume de bosques fríos, y mi espíritu se alimentaba también de una forma que no puedo explicar.
El día esperado en la noche mientras cenábamos, mi nana Chelo acomodaba a escondidas los juguetes y nos llamaba con prisa diciendo que había escuchado ruido y que ya estaban ahí los regalos. La ilusión, se mezclaba en mi corazón con magia en un maravilloso coctel que yo saboreaba lento. Lo bebía despacito, paladeando su dulzura como se degustan las cosas bellas, a sorbitos pequeños, administrándolo para hacerlo perdurar. El cansancio, nos sorprendía jugando, luego cuando no podíamos más, arropados dormíamos sueños algodonosos con el corazón alegre.
Ahora lo veo en retrospectiva, repaso esas vivencias escritas a profundidad en mi mente, observo mis recuerdos perpetuados para darme la oportunidad de evocarlos siempre. Capitalizo mis años viendo mi evolución en cada uno de ellos. Y hoy, aquí sentada en la orilla de mi río calmo, yo el actor y observador de mi existencia, agradezco que se me hayan obsequiado tantos años y navidades, porque cada día es una oportunidad nueva y considero la vida mi mejor regalo invaluable.