El horror. Allí. Y aquí. A nuestro lado. En todas partes. Visible y concreto. Inocultable. Ineludible. Concreto. Quizás un horror no muy distinto del de otros años igual de aciagos: lo que acaso sea distintivo en este caso sea nuestra reacción frente a él. O, más bien, nuestra ausencia de reacción. Nuestra parálisis, más que nuestra indiferencia. Nuestro pasmo.
Un año de muertes, de masacres, de ajusticiamientos. Dondequiera que volteemos la vista. Dondequiera que nos atrevamos a mirar: en México, apenas a unos kilómetros de nuestros hogares, o en la remota Ucrania, o en Israel y Palestina. En Salvatierra, donde un comando de sicarios disparó a mansalva contra un grupo de jóvenes, matando a once -y en tantos y tantos sitios en nuestro país convertido en cementerio que por supuesto ya se nos han olvidado-; en el kibutz de Be’eri, donde Hamás asesinó brutalmente a decenas de personas -igual que en otras partes-, y por supuesto en Gaza, donde ya se cuentan más de veinte mil víctimas de los bombardeos israelíes -hay que repetirlo: más de veinte mil, incluyendo incontables mujeres y niños-, y sin duda en un sinfín de lugares que eluden las noticias.
Y aquí estamos, en plenas navidades, si acaso horrorizados e indignados, pero, por encima de todas las cosas, pasmados. Porque el gobierno de Andrés Manuel López Obrador niega sistemáticamente la violencia, como si sus meras palabras la borraran, como si con repetir una y otra vez su estrategia de abrazos, no balazos la convirtiera en un éxito, cuando en el fondo no ha hecho otra cosa que exacerbar una militarización que en ninguna medida resuelve la violencia. Y pasmados ante el desdén o el olvido de algunos hacia los asesinados y secuestrados por Hamás, y ante un bombardeo indiscriminado, cotidiano, que solo conseguirá acentuar el odio y los deseos de venganza.
Un año, también, de catástrofes políticas. Del asesinato del candidato Fernando Villavicencio en Ecuador a la elección de Javier Milei en Argentina, pasando por los intentos de bloquear la investidura de Bernardo Arévalo en Guatemala. Y, de nuevo, observamos todo ello a la distancia, en el mejor de los casos preocupados o alarmados, pero al cabo pasmados: otro político asesinado, otro líder populista que toma el poder, otro candidato elegido democráticamente que sus adversarios buscan eliminar a cualquier costo. El pasmo ante Milei es, si acaso, doble: por imaginar que alguien como él pudo ser elegido y por escuchar a tantas voces fuera de Argentina celebrarlo.
Y pasmados, asimismo, acaso más que en ninguna otra circunstancia, con lo que ocurre en Estados Unidos, tal vez el mayor peligro al que se enfrentará el mundo en 2024: las acusaciones y los procesos a que ha sido sometido Donald Trump -recientemente inhabilitado para las primarias republicanas en Colorado- y cómo no deja de subir en las encuestas, tanto para ser candidato de su partido como para derrotar a Joe Biden, quizás desde la cárcel. Un pasmo sostenido ante la imposibilidad de intervenir en una contienda que no es nuestra, pero que habrá de definir el rumbo del planeta en los siguientes años. Si llegara a triunfar, con tantos agravios a cuestas y tal deseo de venganza, nos enfrentamos a un desastre de proporciones incalculables.
Y pasmo frente al calentamiento global, que ha hecho de diciembre de 2023 el mes con temperaturas más altas desde que existen registros. Y eso otra vez a nadie parece preocuparle, no a Milei ni a López Obrador ni a Trump, queda claro. Pasmo hacia nuestra docilidad y nuestra incapacidad de rebelarnos, hacia nuestra inacción y hacia nuestra resignación. Hacia un planeta que no es capaz de centrarse en nada que no sea el presente.
Cada una de estas circunstancias, la violencia extrema, el populismo de ultraderecha, la desigualdad y el calentamiento global anuncian un 2024 plagado de espinas: solo si nos arriesgamos a salir del pasmo y la inacción podríamos imaginar un futuro menos ominoso y menos cruel.
@jvolpi