Establezcamos los hechos.

Hace poco más de un año, el 15 de diciembre del 2022, dos hombres en motocicleta dispararon contra Ciro Gómez Leyva. La intención de los sicarios era matar al periodista. Gómez Leyva salvó la vida porque manejaba una camioneta con cristales blindados. De no haber sido por esa protección, las balas lo habrían alcanzado. Una de ellas, cuyo impacto a quemarropa fragmentó el avanzado blindaje del cristal, probablemente lo habría herido en la cabeza. Con toda seguridad, Gómez Leyva habría muerto.

De haberse consumado, el asesinato de Ciro Gómez Leyva habría sido un magnicidio de resonancia mundial. En un país en el que el ejercicio del periodismo a escala local se ha vuelto en muchos casos una sentencia de muerte, la ejecución en las calles de la capital de una figura de larga y respetada trayectoria, líder desde hace años entre las audiencias de radio y televisión, se habría vuelto un trágico parteaguas en los años de sangre que vive México. Desde Manuel Buendía hasta Javier Valdez o Lourdes Maldonado, México ha sufrido el asesinato de periodistas extraordinarios, de enorme valentía y talento. 163 desde el 2000, de acuerdo con Artículo 19. Pero nunca ha sido ejecutado alguien con la visibilidad nacional de Gómez Leyva.

Desde el atentado, las autoridades han detenido a 16 personas relacionadas con el caso (trece, todavía imputadas) pero, inadmisiblemente, el autor o los autores intelectuales siguen siendo una incógnita. No sabemos quién mandó matar a Ciro Gómez Leyva. En una entrevista reciente, él mismo reconoció tener las mismas preguntas que hace un año. Dice no tener “la menor idea” de quién ordenó su muerte.

Aquí vale la pena hacer una pausa y considerar cómo debe enfrentar cada mañana Gómez Leyva. Como miles y miles de víctimas en este país, el periodista despierta, va a su trabajo, convive con sus seres queridos y trata de dormir con la terrible certeza de que allá afuera hay alguien que trató de matarlo. Trate de imaginar, apreciado lector, esa angustia.

Esos son los hechos de lo ocurrido a Ciro Gómez Leyva.

Ahora consideremos la reacción de la máxima autoridad del país, el hombre encargado de proteger a los mexicanos.

Con una brevísima excepción en los primeros días después del atentado, el presidente ha reaccionado a lo que pudo ser un hito en la tragedia del México moderno, con una retahíla de descalificaciones y agresiones en contra del periodista, que estuvo a un paso de perder la vida. López Obrador no ha parado de agredir a Gómez Leyva. El presidente actúa como si el atentado no hubiera ocurrido o, peor todavía, como si el atentado, no hubiera importado.

En las primeras horas de este enero del año electoral, el presidente fue más allá, intimidando públicamente a los dueños de los dos medios de comunicación en los que trabaja Gómez Leyva. En términos muy claros, el presidente reveló conversaciones con los dueños de los medios en los que —según puede uno inferir sin demasiada suspicacia— el presidente ha pedido la cabeza o al menos la censura de Gómez Leyva. Ante la aparente negativa de los dueños de los medios, el presidente ha optado por la acostumbrada intimidación pública desde la conferencia de prensa matutina.

Todo el episodio revela un modus operandi en función de los medios. El presidente presiona, exige, extorsiona desde el poder para dictar la narrativa e imponerla a los narradores. Va contra sus críticos activamente, en privado y en público. Pero una cosa es hacerlo contra periodistas críticos que reciben amenazas en papel o insultos en redes sociales y otra muy distinta hacerlo contra un hombre que estuvo cerca de morir bajo las balas en un crimen impune. Lo primero revela intolerancia (también inaceptable). Lo segundo revela una obsesión maligna.

 

@LeonKrauze

 

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