Comienza 2024 con la misma angustiosa calma y el mismo desasosiego con que Alemania inició 1933. Entonces, muchos dudaban que, pese a los ominosos signos que iban acumulándose, Adolf Hitler -quien apenas unos años atrás había protagonizado un intento de golpe de Estado- llegara a convertirse en dictador. Apenas el año previo había perdido las elecciones, por estrecho margen, contra el anciano Paul von Hindenburg, pero, al no contar con mayoría en el Parlamento, a regañadientes este lo nombró canciller el 30 de enero en un gobierno de coalición. El error fue definitivo: a partir de ese instante, Hitler se dedicó a desmantelar la democracia alemana desde adentro, sin que esta contara con las herramientas para impedirlo. Las consecuencias son de sobra conocidas: la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto.
Se dirá que la frágil República de Weimar -tan bien descrita por Jacobo Dayán en su reciente libro, subtitulado La muerte de una democracia vista desde el arte y el pensamiento- no puede compararse con la democracia estadounidense, la más antigua y sólida del planeta, y habrá quienes denuncien una vez más que resulta exagerado comparar a Donald Trump con el Führer. Por desgracia, algunos paralelismos no pueden resultar más nítidos: no es que Trump vaya a provocar otro genocidio o a desatar una nueva guerra planetaria -es, más bien, un aislacionista-, pero no cabe duda de que llevará hasta sus límites su intento de construir un régimen autoritario que subvierta, por primera vez en la historia, todos los controles y contrapesos políticos de su patria.
Desde el final de la Guerra Civil, Estados Unidos ha sido una democracia imperfecta -la segregación racial se prolongó hasta los sesenta y aún hoy los afroamericanos y otras minorías padecen condiciones de inequidad-, pero una democracia al fin y al cabo. Desde entonces, sus élites lograron ponerse de acuerdo en unos cuantos puntos fundamentales, de modo que, si bien en el exterior jamás dudaron en poner en práctica medidas autoritarias e imperialistas, en el interior se preocuparon por garantizar el Estado de derecho. La alternancia entre dos partidos -dos vertientes de un mismo proyecto- permitió asimismo un equilibrio entre políticas conservadoras y progresistas, sin que estas alterasen drásticamente un pacto social que les garantizó un crecimiento sostenido y su papel privilegiado en el orbe.
A partir de los ochenta, este acuerdo empezó a tensarse: la deriva ideológica de los republicanos, cada vez más ligada al extremismo cristiano y al movimiento neo-con, dividió al país en dos bandos opuestos cada vez más enfrentados, al grado de que hoy Estados Unidos es dos países: las costas liberales -con un par de manchones en el sudoeste- y el centro ultraconservador, que representa casi la mitad de la población. Un núcleo rabiosamente religioso y chauvinista, con una vertiente aislacionista y otra racista, que se ha convertido en la gran base de apoyo a Trump, sumada a los blancos sin educación. No es que este comparta sus principios -nadie más cínico e hipócrita: acosador y defraudador-: se trata más bien de una alianza de conveniencia, en la que él sigue su agenda a cambio del poder. Más que ante un ideólogo furibundo, como Hitler, nos hallamos ante un pragmático sin escrúpulos, lo cual no lo torna menos peligroso.
El 6 de enero de 2021, Trump intentó su propio putsch de la Cervecería y hasta ahora no solo ha logrado seguir impune, sino que ha aumentado su popularidad, como Hitler; hay quien piensa que la justicia aún logrará frenarlo, pero todo indica más bien que se dirige a recuperar la Presidencia. Cuando lo haga, será mucho peor que antes: su objetivo es desmantelar todos los controles internos de la democracia estadounidense y cumplir al fin con su agenda iliberal, racista, aislacionista y autoritaria. Y lo peor es que, por culpa del sistema electoral estadounidense, el destino del mundo dependerá de unos pocos millones de votantes en un puñado de swing states. Igual que los pasmados ciudadanos alemanes de 1933, miramos cómo la peor amenaza para el planeta en muchas décadas poco a poco se vuelve real.
@jvolpi