IV domingo del tiempo ordinario
El libro del Deuteronomio nos hace ver tres grandes instituciones y ministerios en el pueblo de Israel. Primero habla del rey (17, 14-20), luego del sacerdote (18, 1-8) y, ahora, presenta la importancia del profeta, quien hará ver la auténtica voluntad de Dios. Aplicará la palabra de Dios en cada tiempo y a cada circunstancia concreta de la vida.

Ciertamente, Dios se sorprendió y sintió la molestia cuando el pueblo, a pesar de ver los prodigios divinos, un día dijo: “No queremos volver a oír la voz del Señor, nuestro Dios” (Dt. 18, 16). Ahora el salmista, insiste: “Señor, que no seamos sordos a tu voz”. “Hagámosle caso al Señor que nos dice: No endurezcan su corazón, como el día de la rebelión en el desierto, cuando sus padres dudaron de mí, aunque habían visto mis obras” (ps. 94).

Desde el Antiguo Testamento, la Palabra divina tiene muchos matices: es palabra creadora, da vida, libera, ilumina, da firmeza, esperanza, transforma y revela el misterio mismo de Dios. Pero, para el pueblo, a veces resulta una palabra incómoda, pues no se adapta a sus caprichos.

Y, aunque el pueblo no alcanza a entender la grandeza de la Palabra divina, Dios no por eso los va a dejar de guiar. De ahí que anuncia que surgirá un profeta: “Pondré mis palabras en su boca y él dirá lo que le mande yo. A quien no escuche las palabras que él pronuncie en mi nombre, yo le pediré cuentas” (Dt. 18, 19).

Moisés es el gran profeta del Antiguo Testamento (Dt. 34, 10), vendrán otros hasta Juan el Bautista, que, como dijo Jesús, es más que profeta (Mt. 11, 9), pero, sobre todos, viene Cristo, que es Palabra viva, fuente de toda vida. Ante Él, hagamos nuestra la petición del salmista: “Señor, que no seamos sordos a tu voz”.

Jesús es la Palabra hecha carne que habita entre nosotros (Jn. 1). Es la Palabra que marca diferencia con respecto a cualquier otro;  como dice San Marcos: llegó a Cafarnaúm y el sábado fue a la sinagoga, se puso a enseñar y “los oyentes quedaron asombrados de sus palabas, pues enseñaba como quien tiene autoridad y no como los maestros de la ley” (Mc. 1, 22). Él habla, enseña y confirma su doctrina con sus milagros y con su modo de vivir, de ahí su autoridad. Con su palabra de autoridad expulsa a los demonios, por lo que la gente comenta: “Este hombre tiene autoridad para mandar hasta a los espíritus inmundos y lo obedecen” (Mc. 1, 27).

La vida del verdadero creyente se va haciendo día a día en torno a la Palabra. Dice el Papa Francisco: “No se nos pide que seamos inmaculados, pero sí que estemos siempre en crecimiento, que vivamos el deseo profundo de crecer en el camino del Evangelio, y no bajemos los brazos” (E. G. 151). Necesitamos acercarnos a la Palabra, con un corazón dócil y orante, para que ella penetre a fondo los pensamientos y sentimientos y engendre dentro de sí, una realidad nueva (Cfr. E. G. 149).

Detenernos en la Palabra, para meditar y orar, especialmente guiados por el ritmo de las lecturas que nos presenta la liturgia de los domingos, nos permite vivir de lo esencial, descubrir la más importante, que es Cristo mismo y el prójimo; de lo contrario, corremos el riesgo de vivir más de los elementos circunstanciales. El Papa Francisco pone como ejemplo de esto al párroco, pero igual puede suceder con otro cristiano, que habla mucho sobre la templanza, pero poco sobre la caridad y la justicia; que habla más sobre la ley o el cumplimiento de las normas, en vez de subrayar la gracia o el amor de Dios; dice el Papa, “se produce una desproporción” (E. G. 38).

“Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes Palabra de vida eterna” (Jn. 6, 68).
 

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