V domingo del tiempo ordinario
“Como el esclavo suspira en vano por la sombra y el jornalero se queda aguardando su salario, así me han tocado en suerte meses de infortunio y se me han asignado noches de dolor… Recuerda, Señor, que mi vida es un soplo” (Job, 7, 1-4, 6-7).
El dolor no discrimina a nadie, es propio de toda la humanidad. La experiencia que Job nos cuenta es el espejo que refleja la realidad del dolor y la angustia como algo que nos marca a todos. Ni el rico, ni el joven, ni el poderoso, ni el santo están exentos de algún tipo de padecimiento, sea físico, emocional o existencial.
Ante esta realidad, el mundo ha buscado diversas interpretaciones y soluciones: Epicúreo aconsejaba gozar lo más posible como un antídoto contra el dolor; para los estoicos hay que soportar sin más todos los sufrimientos, como vengan; un masoquista siempre verá como algo bueno soportar más y más sufrimientos. Por su parte, Schopenhauer decía que el sufrimiento y la muerte le arrebataban a la vida humana todo sentido: estamos condenados a la derrota.
Para muchos, a lo largo de la historia, el dolor y los diversos modos de sufrimiento son algo que dificulta entender la bondad y la existencia misma de Dios. En algún momento, todos nos llegamos a preguntar: ¿por qué la vida es tan dura?, ¿por qué muchos inocentes tienen que sufrir tanto?, ¿dónde está Dios?
Pero más allá de las perspectivas meramente humanas, la fe nos invita a descubrir un sentido diferente del dolor. Para empezar, ningún sufrimiento es un deseo de Dios ni, mucho menos, es causado por Dios. Fue el demonio quien llevó al ser humano al pecado y del pecado se derivaron la corrupción, la fragilidad, la enfermedad, el dolor y la muerte.
La venida de Cristo no fue, desde luego, para darnos un certificado de garantía de protección contra todo sufrimiento; pero sí viene para darle un sentido diferente a esta realidad, tan incrustada en la naturaleza humana. Hoy el Evangelio nos presenta a Jesús que viene al encuentro de los que sufren: curó a la suegra de Pedro, le llevaron a más enfermos y atormentados por espíritus inmundos y los curó; luego fue a otros pueblos a llevar la buena nueva del Evangelio.
En el misterio de la Cruz, Jesús nos da una respuesta definitiva. Primero, nos muestra que sí toca a fondo todo el sufrimiento humano. Esto es tan real que, en el huerto de los olivos, habla al Padre: “si es posible que pase de mí este cáliz” y, en la Cruz, se dirige a Él diciendo: “Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado”; mostrando, así, la verdad de su sufrimiento. Pero, igual, al asumir, con su pasión, todo sufrimiento humano, nos deja en claro que también lo redime, por eso sus palabras: “Todo se ha cumplido” y enseguida expiró.
Obvio, no basta que Cristo en la Cruz haya asumido el sufrimiento, pues esto sería nada si no hubiera resucitado. Por eso, como decía San Juan Pablo II: “los testigos de la Cruz y la Resurrección estaban convencidos de que por muchas que sean las tribulaciones nos es preciso entrar en el Reino de Dios” (Salvici doloris, 21).
Ser cristianos no es estar libres del sufrimiento, pues, después del pecado, esto es parte de nuestra condición. Pero, ojalá trabajemos para que los sufrimientos de la humanidad sean menos. San Pablo escribe a los corintios para hacerles ver las renuncias que él hace, con tal que ellos entiendan la vida, a partir del Evangelio. Porque entender la vida desde el Evangelio, eso ya nos alivia de tantos sufrimientos innecesarios y nos da los medios para ayudarnos a otros.
Por otra parte, al asumir, Jesús, el dolor de todos, nos hace ver que no estamos solos, Él nos sostiene y permite, incluso, que con nuestro dolor colaboremos a la redención de la humanidad. Y, lo más importante, con el misterio de su muerte en la Cruz y su resurrección nos muestra que el destino definitivo del dolor no es la muerte eterna, pues Él lo ha vencido todo.
La fe no puede minimizar el dolor humano, pero sí lo reorienta: nos llama a colaborar para que algunos sufran menos, lo une al amor divino y nos muestra cómo el sufrimiento nos permite también trascender, al grado de que no nos impide la victoria final.