“No son usos y costumbres. Son abusos y costumbres”. 

Eufrosina Cruz Mendoza

Ha sido una enorme lucha contra lo que llaman usos y costumbres. La medida más reciente ha sido la aprobación por el Senado, este 13 de marzo, de una enmienda al artículo segundo constitucional.

El artículo sigue reconociendo que los pueblos y comunidades indígenas pueden “aplicar sus propios sistemas normativos, sujetándose a los principios generales de esta Constitución”. Mantiene también la disposición de que deben hacerlo “respetando las garantías individuales, los derechos humanos y, de manera relevante, la dignidad e integridad de las mujeres”. La nueva enmienda, sin embargo, añade: “y el interés superior de niñas, niños y adolescentes, sin que pueda justificarse práctica en contrario por el ejercicio de sus usos y costumbres”.

La enmienda, que todavía debe ser ratificada por dos terceras partes de los diputados federales y por la mayoría de los congresos locales, fue presentada por los senadores como una prohibición del matrimonio infantil en comunidades indígenas. La verdad es que no lo es, ni siquiera lo menciona. Sí señala, en cambio, que los derechos de los menores no pueden ser violados al amparo de los usos y costumbres.

No dejan de asombrar las maromas que están haciendo nuestros políticos tras haber convertido en 2001, con Vicente Fox, los usos y costumbres indígenas en un “derecho” constitucional. Nadie puede objetar que cualquier comunidad –indígena, mormona, católica, islámica, gay– adopte sus propias formas de vestir o expresarse. Esta libertad, sin embargo, no puede justificar violaciones a las garantías individuales. Los usos y costumbres han sido un pretexto para negar los derechos políticos de las mujeres, para expulsar de la comunidad a quienes profesan religiones distintas, para castigar a los homosexuales. Se han empleado también para forzar a las niñas a casarse o simplemente para venderlas. Por eso los liberales del siglo XIX, que como Benito Juárez lucharon contra los usos y costumbres de las comunidades indígenas, sostenían: “Al margen de la ley, nada; por encima de la ley, nadie”.

La frase inicial del artículo primero constitucional debió haber sido suficiente para asegurar el respeto a las garantías individuales: “Todas las personas gozarán de los derechos reconocidos en esta Constitución”. Sin embargo, un espíritu conservador disfrazado de progresismo ha hecho que se viole este artículo de la Constitución de 1917 al inventar derechos distintos para personas de etnias diferentes. En contra del principio liberal de que todos somos iguales ante la ley, hoy tenemos una Constitución racista que asigna derechos según el origen étnico.

Los derechos humanos deben gozarlos todos los seres humanos. Los usos y costumbres pretenden crear derechos solo para miembros de un pueblo, una etnia o una cultura. Si no violan los derechos humanos, los usos y costumbres están cubiertos por las garantías individuales que todos gozamos. Para quienes tienen el control de las comunidades indígenas, sin embargo, son un útil instrumento para despojar de derechos a las mujeres, a las niñas o a quienes tienen creencias distintas.

Hoy los senadores quieren remediar los males que ellos mismos han provocado al reconocer los usos y costumbres con nuevos pegostes a la Constitución. Hay que aplaudir, por supuesto, una enmienda que aclara que los derechos de las mujeres y las niñas no podrán violarse bajo la justificación de los usos y costumbres. Mucho mejor habría sido, empero, regresar a una carta magna con derechos humanos para todos, porque las mujeres y las niñas indígenas también son humanas. 

Evaporada

La Constitución de la CDMX estableció en 2017 el “derecho al agua” y añadió: “Este servicio no podrá ser privatizado”. El Sistema de Aguas iba a recibir inversión privada por 8,125 millones de pesos en plantas potabilizadoras, controles y telemetría, pero con este “derecho” la inversión se evaporó. Hoy AMLO quiere traer agua de Hidalgo. Se preguntarán los hidalguenses: “¿Y yo por qué?”. 

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RSV

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