A nadie le gusta abandonar el poder. La historia de la humanidad es la historia -casi siempre turbulenta y en muchas ocasiones trágica-, de cómo quienes se han impuesto sobre los demás han intentado resistirse, hasta su último aliento, a ceder su lugar a otros. Salvo contadas excepciones, emperadores, reyes y soberanos se han negado a abdicar y han preferido mantenerse en sus tronos hasta la decrepitud o la muerte. E, incluso en los regímenes democráticos, incontables políticos se han obstinado en elegir a sus sucesores, controlarlos a distancia o al menos en mantener su influencia sobre ellos.

En el México de hoy somos testigos de uno de los más ambiciosos y descarados esfuerzos de un Presidente por conservar a toda costa su poder: nada extraño en alguien que pasó su vida entera soñando con obtenerlo. Empeñoso lector de libros de historia -y autor de otros tantos-, López Obrador ha negado una y otra vez que este sea su objetivo: su libro más reciente se titula ¡Gracias!, como si en efecto se tratara de una despedida, y no ha dejado de sostener que, a partir del 1º de octubre de este año, se retirará a su rancho de Palenque, al que él y sus hermanos dieron el significativo nombre de La Chingada.

El juego de palabras no podría resultar más engañoso: para cuando al fin se haya ido a La Chingada, AMLO ya habrá hecho hasta lo imposible para perpetuarse tras haber desalojado Palacio Nacional. Desde su cómodo triunfo de 2018, se ha dedicado en cuerpo y alma a diseñar el México posterior al 2024 y, al menos hasta ahora, sus planes se han cumplido cabalmente. Como el anciano Lear, durante sus últimos años apenas hizo otra cosa que anunciar su próximo retiro, esperando entretanto que cada uno de sus vástagos –Ebrard, López y Sheinbaum, émulos de Cordelia, Goneril y Regan– le demostrase su fidelidad sin condiciones. Al final, se decantó por quien con más habilidad supo convencerlo de que jamás habrá de traicionarlo.

Solo que, otra vez, López Obrador conoce bien la historia: así como quien abraza el poder se niega a soltarlo, quien lo pierde se convierte sin falta en un fantasma -a veces venerado, por lo general incómodo- y quien lo obtiene querrá ejercerlo a su antojo. De entre los dos candidatos con más posibilidades de sucederlo, sin duda eligió a quien parece la apuesta más segura por la continuidad de su programa. Pero, desconfiado como todos los poderosos -y más aquellos que están a punto de dejar de serlo-, en su fuero íntimo sabe que nada se lo garantiza. Insisto: la historia de la humanidad también es la de los hijos -e hijas- que traicionan a sus padres y la de los alumnos que se rebelan contra sus preceptores. Quizás por eso a AMLO la figura del general Cárdenas nunca le ha gustado del todo: si se convirtió en el mejor presidente del México posterior a la Revolución fue gracias a su coraje -y falta de escrúpulos- a la hora de expulsar a Calles. Un parricidio en toda regla que debe ser, en este momento, su más angustiosa pesadilla.

No es otra la razón de que no solo haya planeado minuciosamente la elección de Sheinbaum, sino de que le haya colocado una batería de contrapesos en las Cámaras y los estados, donde muchos de sus incondicionales vigilarán con lupa su lealtad al prócer. Peor aún: las veinte iniciativas presentadas a unos meses de su supuesto retiro le han impuesto una agenda transexenal cuyo objetivo -no exento de machismo- consiste en impedirle articular un proyecto propio. Por si no fuera suficiente, él habrá de permanecer en La Chingada -un lugar tan etéreo como amenazante- como el Cárdenas refugiado en Michoacán, aunque en espera de tener mejor suerte: un guía moral que hará guiños y dará señales siempre que la Presidenta se aparte de su ruta. Esperemos que, al igual que su mentor, Sheinbaum también lea bien la historia: la única forma de convertirse en una gran Presidenta pasa por desterrar, más pronto que tarde, a quien ya desde ahora ansía controlarla.

@jvolpi

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