En estos días en que hemos estado llenos de entrevistas y encuentros con líderes que tienen mucho poder e influencia – Vladimir Putin, Donald Trump, Andrés Manuel López Obrador, Nayib Bukele, y hasta el tenista Rafael Nadal – es importante destacar cuál es el papel del entrevistador. ¿Solo debes escuchar pacientemente, dejar hablar y dirigir la conversación sobre ciertos temas históricos y de actualidad? ¿O tiene la obligación moral de enfrentar al poderoso, exigir rendición de cuentas, retar sus declaraciones y rectificar las mentiras o medias verdades que dice?
Creo que nuestro trabajo como periodistas es cuestionar y confrontar a los que tienen el poder. Para eso sirve el periodismo. Ese es nuestro papel en la sociedad, además de informar con veracidad.
Oriana Fallaci, la gran periodista italiana, concebía sus entrevistas con los poderosos como una guerra; a veces ganaba el entrevistado y otras el entrevistador, pero siempre dejaba el alma y la piel en el duelo. “Yo no me siento, ni lograré jamás sentirme, un frío registrador de lo que escucho y veo”, escribió en su libro “Entrevista Con La Historia”. “Sobre toda experiencia profesional dejo jirones del alma, participo con aquel a quien escucho y veo como si la cosa me afectase personalmente o hubiera de tomar posición (y, en efecto, la tomo, siempre a base de una precisa selección moral)”.
Me puse a releer a Fallaci después de ver un foro de Fox News en Carolina del Sur. Ahí el expresidente Donald Trump volvió a mentir y dijo que él había ganado las elecciones presidenciales del 2020. No es cierto: perdió el voto electoral, el voto popular y decenas de demandas en las cortes. Pero la moderadora dejó pasar su mentira; no lo detuvo ni lo corrigió. Eso no es periodismo.
Tampoco lo es la larga charla que el dictador Vladimir Putin le dio al comentarista Tucker Carlson en Moscú. Carlson no le preguntó a Putin sobre los prisioneros políticos en Rusia ni sobre el activista de derechos humanos, Aleksei Navalny, quien murió en la cárcel varios días después. Las preguntas de Carlson fueron tan flojas, luego de largos soliloquios del líder ruso, que hasta el mismo Putin se quejó. “Para ser honesto, creí que (Carlson) se iba a comportar agresivamente y hacer preguntas duras”, dijo Putin después del encuentro. “Francamente, no obtuve ninguna satisfacción de esta entrevista”.
No hay dos entrevistas iguales. Cada entrevista tiene un ADN distinto, desde la manera en que se obtiene y el lugar en que se realiza hasta el lenguaje corporal y el ritmo de las preguntas. Si el entrevistado te contesta con largos discursos, pierdes el control de la conversación. Eso dejó de ser una entrevista para convertirse en propaganda.
Pero lo fundamental para el periodista es ser contrapoder. No importa la ideología o el partido político del entrevistado. Todos los políticos y dictadores tienen un punto débil, todos tienen algo que explicar, y (casi) todos se doblan a la segunda o tercera pregunta. Por eso, cuando surge la rara oportunidad de entrevistar a alguien muy poderoso o famoso, no hay que desaprovecharlo.
Cuando eso ocurre, yo tengo dos reglas. Primero, preparo mis preguntas asumiendo que nadie más las va a hacer después y que es mi responsabilidad hacerlas y, segundo, pienso que nunca más volveré a ver a esa persona. No hay nada peor que entrevistar a alguien solo para tener acceso a él o a ella en el futuro. Esas entrevistas están condenadas al fracaso y marcan negativamente la reputación del entrevistador.
Hace poco vi una entrevista de la extraordinaria e inquisitiva periodista española Ana Pastor con el tenista Rafael Nadal. Y vaya que aprovechó la oportunidad. Lejos de quedarse en las típicas preguntas de sus lesiones, de su posible retiro y de la eterna competencia con Novak Djokovic, lo metió a una cancha que no conocía. Nadal se vio muy incómodo contestando preguntas sobre el feminismo y sobre su contrato con la Federación de Tenis de Arabia Saudita, cuyo gobierno ha sido acusado, entre otras cosas, del asesinato del periodista Jamal Khashoggi.
Como decía una columna del diario El País, tras esa entrevista de Ana Pastor con Nadal, vimos el “fin de un mito”. Y todo debido a sus duras y preguntas pertinentes.
Entrevistar es un arte, imperfecto y que casi nunca se domina. He realizado miles de entrevistas en mi carrera -pocas con gente verdaderamente poderosa- y siempre se te queda una pregunta pendiente. Eso es inevitable, sobre todo cuando tienes poco tiempo. Pero lo importante es entender que nuestro trabajo es hacer preguntas difíciles, no halagar al entrevistado ni ser el canal de sus mensajes.
“No comprendo el poder”, escribió Oriana Fallaci, quien antes de morir tuvo una injustificable época de islamofobia . Su principio rector, como periodista y como entrevistadora, era la desobediencia. “Para mí ser periodista significa ser desobediente”, le explicó alguna vez a un colega. Exacto.
Para retar y cuestionar a la autoridad ya los autoritarios, primero, hay que desobedecerlos. No aceptar sus reglas, su orden ni dar como un hecho todo lo que dicen. Esa es la única manera en que una entrevista con alguien poderoso puede dejar una marca y promover el cambio. Todo lo demás es “bla, bla, bla”.
Posdata: No se vale publicar el teléfono de una periodista – como lo hizo López Obrador con la corresponsal de The New York Times – solo porque no te gustan sus preguntas. Poner en riesgo su privacidad y seguridad, y la de su equipo. México es uno de los países más peligrosos del mundo para ejercer el periodismo. En este sexenio han sido asesinados 43 periodistas .
Si el entrevistado contesta con largos discursos, pierdes el control de la conversación. Eso dejó de ser una entrevista para convertirse en propaganda.