II domingo de cuaresma
Seguimos en el camino cuaresmal, no hay mejor manera de recorrerlo que bajo la luz del evangelio. El domingo pasado Jesús nos hizo una invitación muy puntual: “Conviértanse y crean en el Evangelio”. Al unir conversión con creer en el evangelio, se nos indica que la conversión es emprender el camino del evangelio, es hacer de él un estilo de vida, lo cual no es fácil. En lo cotidiano, siempre encontraremos resistencias, pues, mientras el evangelio exige ponernos de pie, ponernos en marcha, nosotros tendemos a instalarnos, a acomodar la vida, a asegurarnos.

La conversión cristiana es aprender a leer la vida a la luz del evangelio, que nos lleva a entenderla desde lo que es verdaderamente esencial. En ese sentido, el Evangelio ahora nos pone la imagen del monte y nos invita a subir a lo alto. Allí Dios nos recuerda que cree en nosotros, pero también nosotros podemos mostrarle que creemos en Él.

“Jesús tomó aparte a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos a un monte alto y se trasfiguró en su presencia” (Mc. 9, 2). El monte, en la tradición bíblica, es el lugar predilecto donde Dios se revela. Pero, en concreto, ¿qué quiere provocar Jesús en sus apóstoles? Los quiere ayudar a ver más allá de la vida cotidiana, más allá de las realidades transitorias. Decía Platón que para entender la realidad hay que aprender a desprenderse de lo cotidiano para valorar los elementos de la realidad desde el todo.

Así, Jesús quiere ayudar a sus apóstoles a comprender, sobre todo, el misterio de la Cruz, del cual ya les había hablado, pero su corazón estaba perturbado. Los quiere ayudar a ver desde la mirada de Dios que se manifiesta en los grandes prodigios, tales como: la creación, la presencia de los profetas y su sabiduría expresada en los mandamientos.

Jesús subió con sus apóstoles a lo alto del monte, porque el monte permite contemplar la inmensidad de la creación y su belleza. El monte da altura interior y hace intuir al Creador. Pero también les recuerda que el Creador se va personalizando. Por eso, su cercanía al pueblo, primero, a través de los profetas y de la ley y, ahora, a través de su propio Hijo. Un día, Moisés y Elías recibieron en el monte la revelación de Dios; ahora, en el episodio de la transfiguración, aparecen junto a Aquel que es la revelación de Dios en persona (cfr. J. Ratzinger, Jesús de Nazaret).

Pero el monte expresa no sólo lo que Dios da, sino que expresa a la vez la oportunidad que nosotros tenemos de ofrecer la prueba más profunda de nuestro amor a Él, por encima de todo. Así le sucedió a Abraham, a quien Dios le dijo: “Toma a tu hijo único, Isaac, a quien tanto amas; vete a la región de Moria y ofrécemelo en sacrificio”. Abraham obedece a Dios, pero cuando está a punto de sacrificar a su hijo, viene la voz del ángel: “No descargues la mano sobre tu hijo, ni le hagas daño. Ya veo que temes a Dios…” (Gn. 22, 1-2. 9-18).

La prueba de Abraham era solo un signo de la prueba de amor que Cristo tributaría después al Padre de parte de todos nosotros. Jesús, fiel y obediente al Padre, subió al Gólgota, donde morirá en lo alto de la Cruz. Desde ahí, mostró la confianza y obediencia más altas al Padre, pero también nos mostró que no hay ningún motivo válido para no poner nuestra entera confianza en Dios.

Nunca será fácil mostrar que efectivamente amamos a Dios sobre todas las cosas. No fue fácil para Abraham, no fue fácil para Jesús, no fue fácil para los apóstoles ni lo es para nosotros. Por eso, Jesús subió con sus apóstoles a lo alto de la montaña para mostrarles una probadita de la gloria de Dios y así afianzarlos en la confianza infinita del camino del amor, que incluía la prueba de la Cruz, pero cuyo fin está mucho más allá.

Cuando la vida se vuelve incomprensible, necesitamos pedirle a Dios con gran humildad: ayúdanos a subir a lo alto del monte, es decir, ayúdanos entender los signos de tu amor, ayúdanos a entender las probaditas de tu gloria que nos das cada día y, si es posible, permítenos mostrarte que también nosotros te amamos a ti.
 

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