Masacres, ejecuciones, desapariciones, feminicidios, secuestros: desde que Felipe Calderón lanzó la guerra contra el narco a fines de 2006, día con día despertamos con las mismas noticias. Llevamos casi dieciocho años sin que esta violencia disminuya. En cambio, cada vez que se aproxima una elección, cada gobierno en turno -a estas alturas, de todos los partidos- se apresta a maquillar las cifras, desviar la atención, señalar tendencias que jamás se cumplen y enmascarar la realidad bajo un torrente de excusas y justificaciones. Así lo hicieron sus predecesores y así lo hace todas las mañanas, cada vez más desesperado e iracundo, Andrés Manuel López Obrador.

Igual que hace seis años -o hace doce-, la violencia es el principal tema de las campañas. No podía ser de otra forma: la oposición necesita llevar la confrontación a este terreno para señalar un área en que, pese a la verborrea presidencial, la 4T ha naufragado sin paliativos; por su parte, la candidata oficial cuenta a su vez con argumentos para señalar que la catástrofe humanitaria es producto de la estrategia del PAN, articulada para colmo por alguien que hoy está preso por sus vínculos con el narcotráfico, y proseguida sin cambios sustanciales por el PRI. Un macabro intercambio de acusaciones que solo exhibe la incapacidad de nuestra clase política para atajar de maneras novedosas el problema.

Frente a la agobiante sensación de inseguridad no queda otro remedio que la mano dura. Esta tosca receta, que jamás ha funcionado, reaparece una y otra vez, ominosamente, en cada elección. Por fortuna, en México no ha surgido una ultraderecha que exija abiertamente políticas represivas, pero no escasean sectores que, agotados de tanta barbarie, parecerían dispuestos a abrazar medidas radicales. Tal vez este ha sido el burdo planteamiento que ha llevado a Xóchitl Gálvez -y, en menor medida, a Javier Álvarez Máynez-, a sugerir políticas cercanas a las empleadas en El Salvador por Nayib Bukele, uno de los líderes más populares del planeta y, a la vez, otro de esos caudillos populistas que se han propuesto socavar la democracia desde dentro justificando la violación sistemática de los derechos humanos.

La propuesta de la candidata de la alianza opositora de aumentar a medio millón el número de efectivos de la Guardia Nacional y sobre todo la de construir una megaprisión provienen de este irresponsable intento por introducir a Bukele en la campaña electoral. (Álvarez Máynez lo hizo de otro modo, al afirmar que buscaría una estrategia de seguridad semejante a la del presidente salvadoreño, aunque sin violar los derechos humanos: un contrasentido equivalente a apoyar las políticas de Hitler sin el antisemitismo o las de Stalin sin el gulag). La idea de Gálvez -o la de sus asesores calderonistas- de seguro fue lanzar la provocación al aire para medir su impacto y, en su caso, escorarse aún más a la derecha en estos temas.

La candidata opositora se encuentra, de por sí, en un atolladero en temas de seguridad: por un lado, denuncia la militarización de la 4T al tiempo que defiende la emprendida por Calderón, mientras por el otro critica a AMLO por su supuesta política de abrazos y no balazos, todo ello al tiempo que se rodea de antiguos colaboradores del expresidente panista, del cual a su vez intenta distanciarse al sostener que no emprenderá otra guerra contra el narco, como si no viviéramos en medio de ella desde el 2006.

Un batiburrillo en el que se empantana aún más con su megacárcel. Al parecer, Gálvez sigue sin darse cuenta de que en México la justicia no existe, en buena medida porque, a lo largo de tres sexenios, el PAN y el PRI se negaron a reformarla. La mayor parte de quienes se hallan entre las rejas son personas de bajos recursos que ni siquiera han sido juzgadas, sometidas a la execrable prisión preventiva auspiciada por Calderón, exacerbada por López Obrador y defendida asimismo por Sheinbaum. Nada puede hacerle más daño a nuestro país que bukelizarlo: imitar al salvadoreño en busca de popularidad equivale a pactar con el diablo de la tiranía.

 

@jvolpi

 

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