La madrugada del 26 al 27 de septiembre de 2014, la policía de Iguala secuestró, asesinó y desapareció a un grupo de jóvenes normalistas que habían robado unos autobuses para dirigirse a la marcha del 2 de octubre en la Ciudad de México. Los 43 de Ayotzinapa, como se les conoció entonces, se convirtieron en la sinécdoque de los miles de muertos y desaparecidos que se acumulaban desde que Calderón lanzó la guerra contra el narco. En buena medida, las irregularidades en la investigación -la cuales incluían, como en tantos casos, la tortura, la manipulación de pruebas y la invención de testigos- provocaron que, en las elecciones del 2018, López Obrador obtuviera una amplia victoria.

El candidato de Morena había abrazado la causa con particular convicción, haciendo suyos los reclamos de la sociedad, que había salido una y otra vez a las calles para protestar contra Peña Nieto, así como de los padres de los estudiantes, y se comprometió a perseguir la verdad hasta sus últimas consecuencias. En contra de los defensores del régimen, que no cesaban de desacreditar a los estudiantes, AMLO abrazó la consigna fue el Estado que dejaba clara la complicidad de todos sus órganos de seguridad. Cuando al fin llegó al poder, incluyó la resolución de los crímenes de Ayotzinapa entre las cien principales acciones de su gobierno; hoy, es una de las pocas que, pese a la laxitud con que evalúa sus logros, califica como en proceso.

Pese a los avances iniciales en las investigaciones, al cabo López Obrador acabó por comportarse de modo parecido a Peña Nieto y, quebrantando su palabra, impuso un límite a las pesquisas, que podrían ir por cualquier camino -incluso al grado de detener a unos cuantos soldados y al propio exprocurador general de la República-, siempre y cuando no señalasen la responsabilidad integral de las Fuerzas Armadas. En un giro tan sorprendente como lamentable, para entonces había desechado su idea de devolver al Ejército a sus cuarteles y había empezado a conferirle un poder inédito desde tiempos de la Revolución.

Los padres de los normalistas comenzaron a recelar ante la falta de colaboración de los militares que, al igual que en el pasado, se resistían a abrir sus archivos e instalaciones al escrutinio público. La salida del Grupo de Expertos Independientes, así como las numerosas pifias en la investigación y las renuncias del fiscal especial y luego del subsecretario Alejandro Encinas, acentuaron su desconfianza. A escasos meses del décimo aniversario de los crímenes, los estudiantes de Ayotzinapa volvieron a radicalizarse, frustrados ante la inacción de López Obrador. Del mismo modo que se enfrentaron a Peña Nieto, viajaron a la Ciudad de México y, en un acto extremo, violentaron una de las puertas de Palacio Nacional mientras el Presidente encabezaba una de sus mañaneras.

AMLO reaccionó como sus adversarios y se apresuró a descalificar a los manifestantes, afirmando que estaban siendo manipulados por intereses oscuros. Entre los revoltosos se encontraba Yanqui Khotan, el cual apenas unos días después fue asesinado por la policía de Guerrero. Como en 2014, las autoridades apenas tardaron en torcer la verdad al asegurar que él y sus compañeros, acusados de robar un auto, habían sido los primeros en disparar. La Fiscalía estatal cometió toda suerte de errores y el policía que disparó contra Khotan logró evadirse, provocando la renuncia de los secretarios de Seguridad y de Gobierno de Guerrero, gobernado por la inexperta Evelyn Salgado, en tanto la titular de la Fiscalía se ha negado a hacerlo.

Diez años después de la noche de Iguala, Guerrero sigue siendo un páramo sin justicia. La oposición que hoy pide la desaparición de poderes es la misma que en 2014 atacaba a los normalistas y hoy la 4T es, en cambio, culpable de la tragedia. La dolorosa actualización de Ayotzinapa supone la quiebra moral del régimen lopezobradorista que, en aras de justificar la militarización, no ha dudado en traicionarse a sí mismo.

 

@jvolpi

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