A pesar de su autoritarismo y las constantes denuncias de corrupción, sus vínculos con los paramilitares o la violación de los derechos humanos, al término de su mandato se le consideraba como uno de los presidentes más populares e influyentes del país. Gracias a los aparentes éxitos de su política de “seguridad democrática” -un embate encarnizado contra la guerrilla y el crimen organizado-, Álvaro Uribe se veía a sí mismo como el salvador indiscutible de su patria. Durante meses se esforzó por torcer la Constitución a fin de presentarse para un tercer periodo, pero cuando la Corte al cabo se lo impidió no le quedó otro remedio que seleccionar a un candidato para sucederlo dentro de su propio gobierno.

El beneficiado fue Juan Manuel Santos -miembro de una de las grandes dinastías políticas de Colombia, vinculada sobre todo al diario El Tiempo-, quien se había desempeñado como su fiel ministro de Defensa Nacional, el cual obtendría una rotunda victoria en las elecciones de 2010. Apenas unos meses después de asumir el cargo, se reunió con Hugo Chávez, el gran enemigo de Uribe, para tratar de resolver la crisis migratoria entre las dos naciones. Y, de manera mucho más significativa, si bien durante la campaña prometió proseguir con la “seguridad democrática” uribista, combatiendo frontalmente a los alzados, casi de inmediato entabló negociaciones con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo, la guerrilla que mantenía en vilo al país desde 1964 y que había realizado decenas de masacres, atentados terroristas, secuestros y ejecuciones. Tras seis años de conversaciones en Oslo y La Habana, el gobierno colombiano y las FARC-EP pusieron fin al conflicto armado al firmar un acuerdo final para la paz el 26 de septiembre de 2016.

El drástico viraje de Santos fue asumido por Uribe como una imperdonable traición y durante sus dos periodos presidenciales se convirtió en su principal enemigo político; su activismo fue determinante para que, en el plebiscito del 2 de octubre de 2016, el acuerdo fuese rechazado por un pequeño margen. Aun así, Santos logró una renegociación que finalmente fue aprobada por el Congreso el 1o. de diciembre de ese año. Para entonces, Santos ya había sido condecorado con el Premio Nobel de la Paz por sus esfuerzos para poner fin a la guerra que, según el comité, había “costado la vida de al menos doscientos veinte mil colombianos y desplazado a cerca de seis millones de personas”. Más adelante, Santos también sentó las bases para la negociación con el Ejército de Liberación Nacional, la segunda guerrilla del país.

Pese a la importancia crucial del proceso de paz, Uribe no cesó en sus ataques a Santos y, para las elecciones de 2018, su partido, el Centro Democrático, impulsó a Iván Duque -miembro de otra importante familia política colombiana-, quien al cabo se convirtió en el 41º presidente de Colombia. A diferencia de su predecesor, a lo largo de sus cuatro años de gobierno Duque no se apartó un ápice de los dictados de Uribe y entorpeció sistemáticamente los acuerdos de paz. Asimismo, reprimió con extrema violencia las protestas en su contra celebradas durante los paros nacionales de 2019 y 2021, y en 2023 su gobierno fue censurado por la Corte Constitucional por haber obstruido la libertad de expresión, reunión y asociación.

Más allá de las personalidades contrastantes de cada uno, Santos es visto hoy como uno de los mejores presidentes que ha tenido Colombia, justo por haber tenido el valor de rechazar los lados más radicales y autoritarios de su antecesor en un área crucial para el país como la seguridad. Duque, en cambio, ha sido calificado como uno de los peores presidentes del país precisamente debido a su sumisión incondicional a Uribe. Si Colombia puede servir como espejo para México, la alternativa parece muy clara.

@jvolpi

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