Lorenzo Córdova Vianello *

La aspiración de todo autócrata es la de controlar los modos en los que sus gobernados razonan y a partir de los cuales construyen sus juicios con la finalidad de imponer un pensamiento y una visión única del mundo y de sus problemas. Que la opinión del gobernante sea asumida como la verdad oficial y, de ser posible, como exclusiva e incontestada, es la máxima aspiración autoritaria.

No es casual que todo autoritario asuma al relativismo de las ideas y al pensamiento crítico como fenómenos despreciables y peligrosos, pues abren la puerta a rechazar o cuestionar los puntos de vista que pretenden imponerse desde el poder.

Por eso, todos los gobiernos democráticos se definen, en principio, por su tolerancia a la crítica, a las objeciones y al escrutinio público. En ese sentido, las democracias hacen de las libertades de pensamiento, de expresión y de manifestación de las ideas, uno de sus pilares básicos y, por el contrario, son las primeras libertades que son suprimidas por los autoritarismos.

Uno de los fundamentos del pensamiento y de la expresión es el lenguaje. Controlar o acotar el modo en el que las personas se expresan -o pretender hacerlo- es, en ese sentido, una manera de ejercer una censura también al pensamiento.

Nadie entendió y explicó tan bien ese hecho como George Orwell quien, en 1984 construyó una distopía en la que, en la autoritaria Inglaterra del “Hermano Mayor”, la manipulación del lenguaje a través de la imposición de la “nuevalengua” como el idioma oficial constituía uno de los principales elementos de control del modo de actuar y de pensar de las personas bajo el régimen del imaginario “socialismo inglés” (Socing).

“El propósito de la nuevalengua -escribía Orwell- no era solo proporcionar un medio de expresión a la visión del mundo y los hábitos mentales de los devotos del Socing, sino que fuese imposible cualquier otro modo de pensar. La intención era que… cualquier pensamiento herético -cualquier idea que se separase de los principios del Socing- fuese inconcebible, al menos en la medida en que el pensamiento depende de las palabras… La nuevalengua estaba pensada no para extender, sino para disminuir el alcance del pensamiento, y dicho propósito se lograba de manera indirecta reduciendo al mínimo el número de palabras disponibles”. (1984, Penguin-Random House, México, 2018, pp. 315-316).

Consciente o inconscientemente, el régimen de López Obrador, cuyos rasgos autoritarios son innegables y evidentes, ha venido instrumentando -de manera muy exitosa- una permanente y progresiva vulgarización, reducción y simplificación del lenguaje político que claramente pretende imponer un único modo de razonar y de discutir públicamente los temas públicos.

Así, bautizó su movimiento político, con una grandilocuente pretensión histórica: “Cuarta Transformación”. Así impuso conceptos como el de “mañanera” para referirse a su conferencia de prensa diaria. Así ha dividido al mundo entre el “pueblo bueno” (el “movimiento” lo llama) y sus enemigos: “conservadores”, “fifís”, “neoliberales”, “clasistas y racistas”, “privilegiados”, “machuchones”, “neoporfiristas”, “corruptos”, “aspiracionistas”, etc.

Lo peor es que, gracias al potente control de la narrativa pública que ha logrado López Obrador, ha conseguido que la “nuevalengua” (vulgar, reducida y simplificada) que nos ha impuesto no sólo sea utilizada y repetida por sus acólitos, seguidores y propagandistas más fanáticos, sino también en general por la prensa, la opinión pública y hasta por sus opositores. Hoy prácticamente todos, políticos (morenistas y opositores), funcionarios públicos, articulistas, periodistas y hasta académicos en las universidades, hablan con los términos y con los modos que nos ha impuesto el presidente.

El hecho no dejaría de ser anecdótico si no mediara la advertencia orwelliana: el primer paso es hacernos hablar como él quiere -donde “él” es el Hermano Mayor, el presidente, el líder, y sígale usted-; el segundo paso es que razonemos y pensemos como él pretende. Y la verdad es que el modo de discurrir de buena parte de la sociedad y de la clase política es el que AMLO nos ha impuesto.

Yo me he rehusado -y lo sigo haciendo- a hablar como otros quieren que hablemos, no sólo porque caer en ese juego es aceptar una derrota cultural y política, sino porque reivindico mi autonomía y mi democrático derecho a pensar y a hablar distinto.

 

* Investigador del IIJ-UNAM

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