Entre las distintas iniciativas de reformas que el presidente López Obrador presentó tras su discurso del 5 de febrero de este año, se encuentra esta:
“La presente iniciativa tiene por objeto establecer prisión preventiva oficiosa en los casos de extorsión, narcomenudeo, delitos previstos por las leyes aplicables cometidos para la ilegal producción, preparación, enajenación, adquisición, importación, exportación, transportación, almacenamiento y distribución de drogas sintéticas, como el fentanilo y sus derivados, así como en los de defraudación fiscal, contrabando, expedición, enajenación, compra o adquisición de comprobantes fiscales, incluidas facturas, que amparen operaciones inexistentes, falsas o actos jurídicos simulados en los términos fijados por la ley”.
En medio de sus propuestas en torno al salario mínimo, las pensiones, los pueblos indígenas o el maltrato animal -ideas claramente progresistas-, o de las más visibles en torno a la elección de magistrados electorales y ministros de la Corte, la eliminación de diputados plurinominales y organismos autónomos -iniciativas con claros tintes autoritarios-, deslizó esta modificación al artículo 19 de la Constitución. El diablo, como se sabe, se esconde en los detalles y aquí, entre tantas y tan variopintas ocurrencias, se encuentra una de las más peligrosas para el ciudadano común. Una iniciativa que, de aprobarse, pondría en peligro inminente a cualquiera, pues se trata de un instrumento que podría ser utilizado para amenazar o castigar a sus críticos.
En ese alud de reformas, que incluye acciones positivas para la mayoría tanto como medidas que minarían nuestra vida democrática, se enquista este siniestro párrafo que parecería redactado por un populista de derechas, acaso porque, entre tantas otras cosas, López Obrador -como Javier Milei, con quien ahora se pelea- también lo es. Todo está mal en ella. Para empezar, él, quien a lo largo de su campaña apostó por la paulatina legalización de las drogas mientras se oponía al mero punitivismo penal, ahora busca endurecer no solo las penas, sino los procesos en contra de toda persona que participe en el tráfico de drogas sintéticas. Es decir, incluso los miembros más vulnerables de la sociedad: esos pobres a los que, según él, pone primero.
Pero tal vez más riesgoso para la seguridad jurídica resulta la idea de aplicar la prisión preventiva oficiosa (PPO) a la defraudación fiscal: un delito del que potencialmente cualquiera podría ser inculpado. Un simple error contable bastaría para que alguien -¿un opositor, por ejemplo?- sea acusado de este delito y, en términos de la PPO, deba llevar su proceso desde la cárcel. AMLO afirma, por supuesto, que su gobierno humanista jamás utilizaría esta medida como instrumento de represión, pero un gobierno auténticamente democrático jamás se habría atrevido siquiera a ponerla sobre la mesa.
Si la sola presencia de la PPO en nuestro sistema de justicia, ampliada desde la época de la guerra contra el narco de Calderón, suponía ya una vulneración sistemática a los derechos humanos -en la que, insisto, quienes más padecen son los pobres-, la propuesta de Morena no hace sino agravarla. En 2022, la Suprema Corte ya había eliminado esta figura para los delitos fiscales al considerarla inconstitucional y, en julio de 2023, el Pleno Regional en Materia Penal de la Región Centro-Norte había acordado eliminarla conforme al criterio establecido por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, que ha condenado a México por este motivo.
Solo alguien con un temple despótico puede exigir la aprobación de una propuesta semejante. Poniéndole una dolosa trampa a su propia candidata, López Obrador se ha lanzado en una cruzada para obtener una mayoría calificada en el Congreso que le permita aprobar, antes de la toma de posesión de su sucesora, cada una de sus 20 reformas, incluida esta. Solo por ello, no hay duda de que, más allá de a quién se elija en la boleta presidencial, se impone votar a la oposición solo para que AMLO no se salga con la suya.
@jvolpi