A principios del presente siglo, cuando se hacían estudios sobre la pobreza, era difícil encontrar personas pobres. Los estudiosos del tema referían que cuando se preguntaba a los encuestados sobre su situación económica, muchos evidentemente pobres, se asumían como parte de la clase media. ¿A que se debía esta negación de su condición económica?  La respuesta era sencilla: casi nadie deseaba asumirse como indigente, porque resultaba socialmente negativo encontrarse encasillado en ese penoso sector.

Pero las cosas han cambiado luego de cinco años de santificación de la pobreza, desde el púlpito mañanero. El presidente de la República ha sido un fervoroso predicador en favor de los pobres y especialmente en suministrar, a aquellos que se encuentren necesitados de ingresos, aportaciones, becas y dádivas diversas. Poco a poco se ha logrado desterrar el aspiracionismo por la mejora económica que se logra mediante el estudio, el esfuerzo y la construcción de oportunidades. Se prefieren las tarjetas, vales y listas, que ofertan los diversos ámbitos de gobierno para incorporar a los desvalidos a sus diversos programas clientelares.

Poco a poco se han dado pasos importantes para debilitar la voluntad de los individuos para salir adelante a través de su propio brío. Los objetivos primarios del gobierno se han alterado. Ahora el dotar de seguridad económica a todo el pueblo, es la función principal, luego vendrá todo lo demás. Mediante ese discurso se consigue relajar la exigencia para que toda administración pública se conduzca con eficiencia y eficacia, lo trascendente es la dádiva. 

El fenómeno al que nos enfrentamos se llama populismo. Este pregona la seguridad económica ante todo. Pero la seguridad que se ofrece no significa riqueza. Tan solo pretende garantizar un mínimo de ingreso para los ciudadanos, a cambio de la renuncia a sus libertades y exigencias sobre sus gobernantes. Y este perverso intercambio se debe a la necesidad de hiper concentración de facultades en un solo individuo para que el modelo funcione y pueda ampliarse. De otra forma, pronto comenzaría el descontento social. Así opera esta idea, la cual puede verse reflejada en países como Cuba o Venezuela.

El complemento del pasmoso esquema consiste en el convencimiento de la gente de que su lánguida posición económica se debe a que han sido explotados. Para explicarlo se ideó la fábula de la plusvalía. Funciona así: Todos los ricos, adquieren su posición gracias al abuso y robo que llevaron a cabo contra sus trabajadores. Esto ocurre por la diferencia entre el valor creado por el trabajo de un empleado y el salario que recibe a cambio. Según la teoría marxista se paga al operario mucho menos de lo que se le debería entregar como remuneración por manufacturar el producto. De ese modo el empresario capitalista se queda con la mayor parte de la riqueza generada, la cual le es arrebatada a sus explotados lacayos.

La teoría de la plusvalía fue convertida en religión por los marxistas. Pero todas las sociedades que han escorado a favor de este modelo han fracasado. Sus países han acabado en pobreza generalizada. En pleno siglo XXI ha quedado claro que la riqueza no se produce en el trabajo industrial, sino en el intercambio comercial, lo cual derrumba el postulado de los marxistas. 

En una sociedad, los menos favorecidos, las clases medias y las élites económicas, todos, son el instrumento de las actividades comerciales. Sin embargo deben ser dotados de una condición substancial a esta actividad: la libertad. Sin esta no hay forma de comerciar y contar con mercados abiertos en los cuales se cree riqueza por medio del intercambio y venta de productos, combatiendo siempre la competencia desleal y los privilegios. Por eso se debe apostar, desde la organización social y gubernamental, por las acciones que contribuyan a dotar de libertad a los individuos, descartando la distribución de dádivas generalizadas que solo sirven para liquidar la voluntad individual. Se trata de ser libres no de depender del gobierno.

Insistamos. Repartir dinero es demagogia, solo nos llevará al fracaso. En el mejor de los casos acabaremos en un economato, desde el cual se distribuyan bienes indispensables y tarjetas de racionamiento. En contraparte está la opción de la política de ampliación de libertades y respeto a los derechos humanos,  que solo fructifica en los gobiernos honestos, conducidos por profesionales de la administración pública. 

Ya lo advertía Manuel Clouthier: “La cosa no es cambiar de dueño, sino dejar de ser perro”. 

 

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