En el dolorido cuerpo de México encontramos dos profundas cicatrices: una, la generada en la piedra de los sacrificios, en donde un sacerdote tenochca, a modo de ofrenda a los dioses, les rompía el pecho a los guerreros enemigos con un afilado cuchillo de obsidiana para extraerles el corazón, mientras la víctima, aterrorizada, exhalaba espantosos gritos de horror. La otra cicatriz, todavía sangrante, se originó en la pira de la Santa Inquisición, en donde quemaban vivos sobre todo a los herejes reacios a someterse a la conquista espiritual de México. Los sótanos de esa siniestra institución eran utilizados para torturar a los infieles y a los idólatras con tal imponer su religión y su hegemonía en el nuevo mundo.

¿Cómo olvidar nuestra infancia como nación si la piedra y el cuchillo, la pira y las flamas forjaron el alma del mexicano? ¿En qué se convierte un pueblo cuando desde sus años más jóvenes invariablemente fue ignorado en su voluntad popular y desconocido en sus pretensiones legales? ¿Cómo será un adulto que en su juventud siempre fue atropellado sin que se le reconocieran sus derechos? Freud sentenciaba aquello de “Infancia es destino.”

No solo fue la piedra de los sacrificios ni la pira inquisitorial lo que formó el carácter y el temperamento nacional. Fueron los jueces del virreinato que pocas veces impartieron justicia; fueron las autoridades civiles que tenían sus ojos puestos en la metrópoli en lugar de ver por el bienestar de la colonia, fue una nación mestiza que nacía a la vida con innumerable cantidad de lastres políticos, educativos, culturales y sociales. Cuando Iturbide llegó al poder en el año de 1822, existían en México 98% de analfabetos, dado que la educación había privilegiado únicamente a los criollos, a los hijos de los burócratas de alto rango, a los del clero y a los máximos jerarcas del ejército y de la aristocracia. 

¿A dónde va una nación con 98% de analfabetos, tal y como se daba en los años de la colonia española? ¿Qué podíamos esperar de un sistema de impartición de justicia, o sea, de las instrucciones provenientes de la península que comenzaban en su proemio con un “Obedézcase pero no se cumpla.”?

Dos herencias negativas, entre otras tantas positivas, destacan después de 300 años de dominación española: el autoritarismo que se extiende hasta nuestros días y la corrupción, una de nuestras más enraizadas instituciones, que se remontan a los años del virreinato, cuando un estado monolítico y acaparador, defensor a ultranza de un régimen de privilegios, proponía la venta de títulos, cargos, puestos, concesiones, autorizaciones y canonjías de todo tipo a cambio de dinero. En síntesis, las facultades del Estado se remataban al mejor postor ignorando, por supuesto, las normas vigentes, tal y como acontece, con algunas notables excepciones, hasta nuestros días.

¿Síntesis? Si se desearan resumir en este apretado espacio los obstáculos históricos a los que nos enfrentamos, encontraríamos el autoritarismo español, la organización ineficiente del aparato productivo, la petrificación social, las guerras e invasiones, la iglesia retardataria de la contra-reforma, el contubernio de poderes políticos, la inexistencia de una democracia, la corrupción y la monopolización por parte del Estado del proyecto educativo ante una sociedad indolente que despreciaba los peligros de la ignorancia y del analfabetismo y que cerró las puertas a la Ilustración, al Enciclopedismo y a los Derechos Universales del Hombre. ¿Cómo olvidar a un Santa Anna que volvió 11 veces al poder?

¿Acaso López Obrador no es un fiel representante del autoritarismo español, como lo era Porfirio o Chávez o Trujillo o Videla o Banzer o Somoza, o lo es Ortega o Maduro o Díaz Canel, etc.? ¿AMLO actualizó el aparato productivo, desmanteló la petrificación social, luchó en contra del contubernio de poderes políticos, fortaleció nuestra democracia, extirpó la corrupción, modernizó el proyecto educativo de una nación de reprobados? ¡No! AMLO, según lo hubiera definido Echeverría, es un “emisario del pasado”, un presidente con mentalidad caciquil que no entendió la importancia de construir un México moderno sacudiéndonos los lastres de nuestra historia. Infancia no es destino, por supuesto que podemos cambiar nuestro destino, sólo que López Obrador llegó para arrancarnos las costras de nuestras cicatrices.

 

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