Hace una semana asesinaron a Gisela Gaytán. Estaba empezando su campaña para ser presidenta municipal de Celaya y fue asesinada. La noticia fue una conmoción durante las horas posteriores, pero empieza a difuminarse entre el tráfico de la campaña y las tragedias que van amontonándose día a día. La violencia política se ha convertido en rutina de la temporada electoral. Los crímenes políticos no son, como nos dicen las voces del oficialismo, hechos aislados. Constituyen, por el contrario, una de las transformaciones más profundas de la vida política de México: la cancelación de la vida democrática en amplios espacios del territorio nacional.
De eso hablamos cuando hablamos de la violencia electoral. Territorios donde solo cuenta el voto de las balas. Los datos lo muestran con toda claridad: más de una veintena de candidatos a cargos de elección popular, dirigentes de partido, aspirantes a candidaturas, familiares de políticos ejecutados desde finales del año pasado. La muerte es la muestra visible de la violencia. Debajo de ella, se impone silenciosamente. ¿Cuántos candidatos evitaron la muerte entregándose al bolsillo de los criminales? ¿Cuántos aspirantes declinaron su pretensión de representar a su comunidad por miedo a las represalias? Lo que sabemos es que quien hace política en ciertos lugares del país, pone en riesgo su vida. Empieza a propagarse un fenómeno que muestra la extrema gravedad del desafío. En un número creciente de municipios habrá solamente una candidatura registrada oficialmente. Tras el respaldo de los amos, no hay quien levante la cabeza. Las balas han impuesto el monopartidismo.
Esa es la segunda herencia maldita del lopezobradorismo. La primera es la formación de un régimen hegemónico que está a punto de anular los mecanismos del pluralismo constitucional. Un instituto electoral que renunció a ser autoridad y que decidió ser espectador. Una Suprema Corte que en unos meses podría dejar de ser propiamente un tribunal constitucional. Una alianza con los militares que le da a las armas un lugar de privilegio. La segunda herencia del sexenio es el desgajamiento del territorio democrático. Hemos sido testigos de un gigantesco deslave. Zonas que han sido secuestradas por el crimen, territorios que votan con plomo. El crimen selecciona, promueve, financia, intimida, extorsiona y, finalmente, extermina. Todos los retos institucionales de la democracia palidecen frente a esta catástrofe de la civilidad.
Si queremos palpar la fisonomía del nuevo régimen que se asienta entre nosotros, tenemos que hacernos cargo de los espacios que el crimen le ha arrancado a la competencia democrática. Las elecciones del 21 y las campañas del 24 han pintado un nuevo mapa de México. Desde luego, la violencia ha ido reconfigurando el territorio del país desde hace años, pero es en estas últimas elecciones que hemos visto la magnitud del desgajamiento. El mapa de la escuela dibuja municipios y estados. La cartografía electoral traza secciones, distritos y circunscripciones. Pero, por encima de esas siluetas perfectamente bien dibujadas, se imponen otras fronteras, tal vez difusas, pero de terribles repercusiones políticas. Zonas donde es inviable la competencia.
Al lado de un territorio cívico hay un territorio bárbaro. Hay lugares donde la ciudadanía puede elegir a su representante y lugares donde la delincuencia lo impone. El espacio cívico del que hablo no es el edén de la ciudadanía virtuosa. No es un idilio de la deliberación y de la participación libre, informada y dialogante. Pero es un lugar donde puede pedirse el voto con tranquilidad, un sitio donde hay libertad para buscar la representación, donde la gente puede examinar las alternativas y puede inclinarse por alguna de ellas sin temor a represalias. Es un territorio libre del miedo. El temor, decía Montesquieu, es la atmósfera del despotismo. Cuando los actores políticos, los partidos, los ciudadanos tienen miedo, viven una sujeción a tal punto despótica que trunca cualquier brote de ciudadanía. Hay regiones en el país que carecen del aire esencial de una contienda democrática: la tranquilidad.
Ese será el doble legado político del lopezobradorismo: una autocracia popular y el despotismo del crimen.