Frente a la avalancha de versiones que siguen a un debate electoral -una fórmula heredera del agón griego, es decir, la contienda dialéctica entre dos o tres personajes en el seno de una tragedia-, solo existe una manera infalible de identificar al vencedor. Si, una vez finalizada la contienda, alguno o algunos de los participantes -el proto agonístes, el deutero agonístes o el trito agonístes, en nuestro caso- exhibe su enfado, se queja de las desiguales condiciones de la lucha o de plano descalifica por completo el ejercicio, tachándolo de tramposo, sesgado o banal, podemos estar seguros de que ese o esos inconformes son quienes han sido vencidos.

Eso es lo que ha ocurrido en el debate entre los candidatos a la Presidencia del pasado domingo. Un duelo que en realidad tenía solo dos protagonistas –Claudia Sheinbaum y Xóchitl Gálvez-, mientras Jorge Álvarez Máynez ocupaba el lugar que en la antigüedad clásica le correspondía al coro: un testigo a quien se le permitía de vez en cuando comentar o glosar -con la extraña máscara de la comedia pegada al rostro- las actuaciones de sus compañeras de escena. Transcurridos apenas unos días de la cita, la candidata de Fuerza y Corazón por México -una coalición cuyo nombre carga un oxímoron tan extremo como el de los partidos que la componen- se apresuró a señalar que el formato era un desastre, dejándonos entrever el suyo.

Si para algo sirve un debate electoral, no es para presentar programas contrastantes o intercambiar argumentos que rara vez cambian la intención de voto, cuanto para articular o asentar las narrativas de cada cual: las ficciones con las que buscan convencernos de que son una mejor opción. Con su diatriba contra las reglas del INE, Gálvez reconoció su descalabro. Lo sabemos de antemano: cuando hay una evidente disparidad entre dos rivales -expresada en la ventaja en las encuestas-, a la retadora le corresponde la tarea de desestabilizar a la favorita, de provocarla y arrinconarla y, sobre todo, de mostrar los puntos flacos en su relato.

Gálvez no solo no consiguió su objetivo, sino que contribuyó aún más, si cabe, a solidificar la narrativa de Sheinbaum. Como si quisiera convertir el duelo en una mera batalla emocional, la abanderada de Fuerza y Corazón se obstinó en señalar que su enemiga no tenía nada del segundo y sí mucho de la primera. ¿A qué asesor se le habrá ocurrido que la mejor manera de descalificar a Sheinbaum era nombrándola “Dama de Hielo“? De un lado, el epíteto revelaba su contenido machista -como si una mujer dedicada a la política debiera por fuerza ser cálida- y, de otro, confirmaba lo que se advertía en la pantalla: que la candidata de Morena podía mantenerse imperturbable frente a los ataques.

Por si fuera poco, Xóchitl cometió un error elemental: la palabra que más usó fue “Claudia”, casi como si hubiese querido contribuir a posicionarla, mientras ésta le llamaba, desdeñosamente, “la candidata del PRIAN. De Gálvez se celebró, al inicio de su campaña, su frescura y desparpajo: ni una cosa ni la otra aparecieron jamás. Se le vio en cambio nerviosa, encorsetada, titubeante, desprovista de cualquier relato esperanzador y, sobre todo, original.

Paradójicamente, la única otra figura que se quejó del debate fue López Obrador, incapaz de aceptar que él ya no participaba en el duelo. Su queja no hace sino confirmar los peores temores: por más que repita una y otra vez que se apresta a retirarse de la política, no pudo evitar exponer su enfado hacia su propia candidata, y no porque esta insinuara siquiera algo que desestimase su legado, sino por no defenderlo a él con la suficiente energía. Una ominosa llamada de atención: si la fidelidad no es absoluta -lo dije en otra columna: como la que exige el rey Lear a sus hijas-, buscará desheredarla simbólicamente. Pero al menos le ha dejado clara una cosa a Sheinbaum: si ella en verdad quiere ser ella, tendrá que marcar su clara distancia con López Obrador en cuanto reciba la banda presidencial.

@jvolpi

 

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