La Iglesia pone su autoridad al servicio de la democracia. Enhorabuena.
No seré yo quien defienda el historial democrático y liberal de la Iglesia católica. Su concepto integrista del poder y radical intolerancia fueron componentes inamovibles por casi dos milenios. Pero algo cambió en el Concilio Vaticano Segundo, cuyos ecos liberadores me han tocado al menos en tres momentos de la vida.
El primer atisbo personal de una Iglesia comprometida con los valores de la libertad y la democracia ocurrió en Chile en enero de 1979, en plena dictadura de Pinochet. Santiago era una tumba, pero en aquel silencio sepulcral resonaba la voz del único órgano que ejercía la libertad de expresión: la revista Mensaje, órgano del episcopado, a cuya cabeza estaba el cardenal Raúl Silva Henríquez. Mensaje era un modelo de pasión crítica: testimonios sobre la tortura, editoriales contra el modelo económico, denuncias de la represión, del control de la comunicación, de la intervención en las fábricas y universidades; crítica al indefinido estado de emergencia.
La siguiente experiencia fue mi viaje a Chihuahua en la primavera de 1986. “El pueblo está cansado de engaños y habrá violencia si no se respeta el voto”, declaraba públicamente don Adalberto Almeida, el arzobispo de Chihuahua, a quien conocí entonces. Por esos días, los no menos valerosos obispos de Chihuahua, Torreón, Tarahumara, Ciudad Juárez y Nuevo Casas Grandes habían publicado una exhortación pastoral, Coherencia cristiana en la política, dirigida “a los católicos que militan en los partidos políticos”. En esencia, el documento criticaba al sistema político en dos aspectos centrales: “la intolerancia y absolutismo de un solo partido” (prácticas contra las que se había declarado, expresamente, el Concilio Vaticano Segundo) y la “corrupción que se ha apoderado desde hace tiempo de las instituciones” y cuya primera regla era “la reticencia que se tiene a abrirse a una sincera y auténtica democracia”. En un párrafo que recordaba más a Lord Acton -el gran católico liberal- que a las autoridades remotas o próximas de la Iglesia, se leía:
La falta de democracia en un partido revela la voluntad decidida de ejercer el poder de una manera absoluta e ininterrumpida. Y el poder absoluto, en manos humanas, necesariamente limitadas, lleva inexorablemente a la corrupción.
Al sobrevenir el fraude electoral en julio de ese año, Almeida amenazó con el cierre de cultos, pero el maquiavélico nuncio Girolamo Prigione lo reconvino severamente. Almeida obedeció pero no calló: “es responsabilidad de la Iglesia luchar por el bien común y a eso no renunciamos […] La Iglesia no mantendrá silencio ni complicidad ante un fraude electoral […]”.
No fue Prigione quien a la larga triunfó, sino Almeida. Hoy todos los obispos siguen su ejemplo. Lamentando la reincidencia de las viejas prácticas autoritarias y a sabiendas del peligro dictatorial que se cierne sobre México, la Conferencia del Episcopado Mexicano ha publicado dos trascendentales comunicados, acompañados de una activa participación en redes sociales. En el primero de ellos (22 de febrero), la CEM exhorta a los mexicanos a tomar conciencia de su compromiso nacional, a salir a votar de manera libre y razonada, a participar activa y responsablemente para elegir dirigentes orientados al bien común y a la construcción de un país más justo y fraterno. En un acto de ecumenismo notable y quizá inédito, el texto incluye un llamado “a hermanas y hermanos de diferentes confesiones religiosas” para sumarse a la defensa de la democracia.
El 3 de marzo, la CEM publicó un nuevo mensaje donde llama a los ciudadanos de México -“nación unida por origen, valores, cultura e historia”- a desplegar una participación “generosa” en las elecciones. El documento apunta los peligros de la “violencia criminal” que “afecta la libertad ciudadana” en los comicios y señala el riesgo mayor: “la democracia electoral mezclada con la delincuencia es un binomio totalmente inaceptable”. Por ello pide a las autoridades garantizar la seguridad “en todos los rincones del país, sin excepción alguna”.
Finalmente, los obispos convocan a todos, como “verdaderos demócratas”, a “reconocer los resultados sin apasionamiento […] poniendo por delante el bien común de nuestro México”. Y en un acto de abierta disidencia con el gobierno, pero coherente con el valor cardinal de la libertad, modificando el lema oficial, proclama: “Por el bien de México, primero la democracia y el Estado de derecho”. Amén de un liberal.
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