“Cuando los dos discípulos regresaron de Emaús y llegaron al sitio donde estaban reunidos los apóstoles, les contaron lo que les había pasado en el camino y cómo habían reconocido a Jesús al partir el pan” (Lucas, 24,35ss). Jesús resucitado se afana en reafirmar nuestra fe. Pero, para Él, no basta que creamos de manera genérica que está vivo. Quiere que asumamos los matices, los modos, los beneficios y las consecuencias que se desprenden del hecho de su muerte y resurrección. En ese sentido, el evangelio de hoy es sumamente rico.
Regresan los dos discípulos de Emaús para contar a los demás que se les ha aparecido y que lo han reconocido al partir el pan. Y estando todos reunidos se les vuelve a aparecer, les muestra los signos de su identidad, les hace ver que todo lo sucedido es según las Escrituras y termina enviándolos a anunciar a todas las naciones la necesidad de volverse a Dios (Cfr. Lc. 24, 35-38).
Por una parte, la fe en el Resucitado nos llama necesariamente a formar comunidad. Los discípulos de Emaús, una vez que entienden que, efectivamente, Cristo está vivo, de inmediato regresan a anunciar la noticia y a reintegrarse a la comunidad de los apóstoles. Y estando, precisamente, en comunidad, Jesús se vuelve a presentar para reafirmarlos en la fe. Sin esa dimensión eclesial, sin ser parte de la comunidad, la resurrección de Cristo no logra su pleno cometido, pues Dios nos creó bajo un proyecto de familia, de pueblo, por lo que la salvación siempre nos reintegra, mientras que el pecado nos aísla. Por eso, Jesús, nació en familia, formó la comunidad de los apóstoles y, de ellos, constituyó su Iglesia. Anunció que venía por la oveja perdida y que la rama que no permanece unida al árbol se seca.
Otro de los fines esenciales de estas apariciones es reafirmar, como dice Joseph Ratzinger, la identidad y, a la vez, la alteridad de Jesús: es el mismo, pero de modo diverso. “Miren mis manos y mis pies. Soy yo en persona”. Tóquenme y convénzanse”. Pero a la vez, aparece y desaparece.
Y algo especial: el modo predilecto de su presencia será la Eucaristía. Los discípulos de Emaús vienen a contar: “le hemos reconocido al partir el pan”. No se quedó como un signo más, sino vivo y presente en la Eucaristía, en el Pan sagrado, donde humildemente quiso quedarse. Así celebramos su presencia en cada santa misa. Se trata de Él mismo, por eso después dice a los apóstoles: “no teman, soy yo. ¿Por qué se espantan? ¿Por qué surgen dudas en su interior?
Cuando la comunidad cree y se reúne, la presencia viva de Jesús en la Eucaristía le da un sustento y significado especial, una dimensión única e inigualable. “En efecto, la Iglesia vive de la Eucaristía” (Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia). “La Iglesia puede celebrar y adorar el misterio de Cristo presente en la Eucaristía precisamente porque el mismo Cristo se ha entregado antes a ella en el sacrificio de la Cruz” (Benedicto XVI, Sacramentum caritatis”).
Y un aspecto más de la presencia viva del Resucitado es ayudar a comprender que se trata del cumplimiento de un proyecto divino: “Entonces les abrió el entendimiento para que comprendieran las Escrituras y les dijo: Está escrito que el Mesías tenía que padecer y había de resucitar de entre los muertos al tercer día, y que en su nombre se había de predicar a todas las naciones, comenzando por Jerusalén, la necesidad de volverse a Dios para el perdón de los pecados. Ustedes son testigos de esto” (Lc. 24, 48).
Cierra la riqueza de estas apariciones con dos elementos prácticos que concretizan el beneficio de su resurrección. Por una parte, “la necesidad de volverse a Dios y el perdón de los pecados”. Pero, además, una tarea: “ser sus testigos”.
Abrir de verdad el corazón a esta riqueza de la presencia viva de Cristo, junto con la experiencia del perdón y de ser sus testigos, nos aseguran algo fundamental: que la fe, como enseña Benedicto XVI, no se queda en una leyenda o un mito (Misa, 25 de marzo, Parque Bicentenario, Silao, Guanajuato), sino que se convierte en una experiencia que genera vida y vida plena.
¡Señor, ábreme el corazón para entender, de verdad, tu presencia en la Eucaristía y la fuerza de tu Palabra, para creer enteramente que estás vivo!