En el primer debate presidencial, Xóchitl Gálvez dejó pasar una oportunidad. Permitió que Claudia Sheinbaum -que apostaba por rehuir el debate y no poner en riesgo su aparente ventaja en las encuestas, estrategia de todos los punteros en todas las elecciones del planeta- la deshumanizara, llamándola repetidamente “la candidata del PRIAN”, etiqueta útil para la narrativa de Morena. Gálvez no consiguió exhibir con claridad las mentiras, tergiversaciones y evasivas de Claudia Sheinbaum. Adoptó un talante que le es ajeno, mucho más formal de lo que acostumbra y lejos de la personalidad cálida y empática que la llevó a quedarse, de manera tan improbable, con la candidatura de oposición. No supo si seguir los apuntes que llevaba en tarjetas o hablar desde el corazón, con cifras claras para responder y la indignación como herramienta intuitiva.
El segundo debate presidencial fue una historia muy, pero muy distinta.
Es evidente que Xóchitl Gálvez aprendió las lecciones de su primer encuentro con Claudia Sheinbaum. Salió a debatir, contrastar y enfrentar. Se acabó el “Claudia” para jugar con las mismas herramientas: frente a “la candidata del PRIAN”, la “candidata de las mentiras”. A cada oportunidad, trató de exponer la deshonestidad de la candidata oficial. Uso la palabra “mentira” o el verbo mentir una y otra y otra vez. Fue mucho más contundente en la confrontación, trazando contrastes mucho más claros con Sheinbaum.
Toda elección presidencial es, en el fondo, un referendo sobre el gobierno saliente. El sexenio lopezobradorista ofrece una combinación singular: lo encabeza un presidente popular —aunque no es, ni de lejos, una figura apabullante, como Bukele en El Salvador— con resultados objetivamente pobres. Más allá de filias y fobias, el sexenio de López Obrador no ha sido un buen sexenio en una larga lista de temas de la agenda nacional. No lo ha sido en salud, educación, seguridad, crecimiento económico, protección al medio ambiente ni en el respeto a los contrapesos, la democracia, la prensa y las instituciones. Claudia Sheinbaum ofrece una continuidad radical: no solo algo parecido a lo mismo, sino lo mismo. La decisión de vender su proyecto como una mera segunda parte del edificio lopezobradorista implica ventajas (dada la popularidad presidencial), pero también abre flancos. A diferencia del primer debate, Xóchitl Gálvez comprendió que debía someter el lopezobradorismo a examen, y ser implacable. Lo hizo, y la apuesta por momentos pareció sacudir a la puntera, que trató de rehuir cualquier confrontación. En el primer debate, la evasión de Sheinbaum pudo confundirse con autoridad; esta vez, su renuencia transmitió lo opuesto: una curiosa debilidad, parecida -curiosamente- a la que exhibió Clara Brugada en el reciente debate capitalino.
Finalmente, Gálvez optó por ser ella. El formato de debate con preguntas del público (lástima, de verdad, que se haya perdido la presencia del público en el foro) le permitió a Gálvez mostrar el lado más cálido de su personalidad, que choca con la arrogancia de su rival. A diferencia del primer debate, habló de su biografía, gran activo de su candidatura. Se le notó de buen humor, relajada.
Aunque resulte frívolo, una elección es también un concurso de simpatía. Hay que gustar, convencer y caer bien. No es casualidad que, en Estados Unidos, por ejemplo, una de las variables que predicen los resultados electorales, tienen que ver con cuál candidato es el preferido del electorado para ir a tomar una hipotética cerveza. La llamada prueba de la cerveza “es una forma abreviada de comprobar lo genuino, divertido y simpático que puede ser un candidato”, explica la periodista del Washington Post, Jennifer Rubin. “Al fin y al cabo, la política es la unión de la personalidad y la política”.
En ese terreno, Gálvez resultó también la ganadora.
Si la primera noche fue oscura para la oposición, ésta da nueva vida a una elección que, por más que se insista en lo contrario, todavía está en el aire.