Una persona de 25 años de edad se puede considerar en la plenitud de la juventud. A esta edad, posiblemente ya haya terminado una carrera universitaria o tenga un oficio y esté encontrando su vocación interior y su relación exterior con otra persona con la que pueda compartir la vida. Y seguramente, por su cabeza ya haya pasado la posibilidad de tener o no tener hijos. Pero por lo regular, hablamos de que alguien a esta edad normalmente ya es una persona independiente o está en vías de serlo.
Pero, para una persona con una condición severa de autismo, a esa edad ocurre todo lo contrario. Es alguien dependiente, pues, aunque esté envuelta en un organismo de joven, la realidad es que vive en un cuerpo de niño. A quien hay que alimentar, curar, guiar y, sobre todo, cuidar, pues su estado mental no le permite dimensionar el peligro, saber su ubicación, ni establecer una comunicación verbal fluida y completa.
Pero esa falta de comunicación no significa que no podamos entenderlos, porque ellos tienen una forma mucho más efectiva de hacernos saber lo que sienten y lo que les gusta. Y me refiero a su expresión, pues cuando vemos sus caras de alegría o de tristeza por algo que les sucede, simplemente no hay forma de que no sepamos qué es lo que sienten, sobre todo cuando en su rostro se refleja la emoción de estar en un lugar que les encanta y los divierte. Esa cara representa incluso un inmenso agradecimiento por haberlos llevado ahí sin que ellos lo hayan pedido.
Hay quien se pregunta, o te pregunta, si esas personas, esos niños que viven “en su mundo”, tienen la capacidad de darse cuenta de dónde están y, sobre todo, si saben distinguir entre un pequeño paseo o un viaje de larga duración. La respuesta no es sencilla, porque ellos no son ambiciosos ni envidiosos. Pues puede hacerlos felices desde el más modesto detalle hasta el más sofisticado de los regalos. Pero quienes estamos cerca de ellos lo sabemos identificar, pues sus gestos, ademanes y reacciones representan muy bien sus emociones.
Lo más bello de una convivencia a solas con uno de estos grandes maestros no es la satisfacción y alegría de verlos contentos, sino saber y tener la oportunidad y el privilegio de sentir la capacidad que ellos tienen para transformarnos en niños, nosotros los adultos. Sentir ese gran poder que tienen para desaparecer nuestros problemas y presiones, aunque sea por unos días.
Cuando convivimos con ellos y observamos lo poco que necesitan para ser felices ante las grandes necesidades que tenemos los adultos para sentirnos realizados, es cuando verdaderamente nos damos cuenta de que hemos banalizado nuestras vidas apegándonos a lo material, a las marcas y a lo mundano, sobreponiéndolo a lo inocente y a lo natural. Por eso nos cuesta trabajo encontrar la paz y la tranquilidad, cuando ellos la encuentran en cada detalle que los rodea: una flor, un pajarito, una canción, etc.
Esta semana, después de 25 años, por fin logré estar viviendo el privilegio de viajar con mi hijo autista, solos él y yo. Su cuidado consume casi toda mi energía, sobre todo cuando todavía hay tantas cosas que desconozco sobre sus necesidades cotidianas. Como padres, sufrimos y nos preocupamos ante la vulnerabilidad y dependencia de nuestros hijos, y más cuando sabemos que esta será de por vida. Pero todo eso se diluye cuando nos beneficiamos de todo lo que ellos irradian sin parar: sus sonrisas, su paz, su serenidad, su sencillez y su bondad. Son una forma de decirnos a diario que la vida es corta, que la vida es bella y que la vida es una.
LALC